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E L P E C A D O O R IG IN A L . 39 das por la teoría evolucionista eran las pertenecientes a la enseñanza tradi­ cional sobre el estado paradisíaco en que se habría encontrado el primer hombre apenas llegado a la existencia. En efecto, según la tradición doctrinal cristiana el hombre absolutamente primero sería Adán, salido directamente de las manos de Dios: a) sin contexto ninguno en los organismos animales inferiores y ante­ riores; b) en total y simultánea posesión y funcionamiento de todas sus facul­ tades. De esta forma no sólo cubre Adán todas las exigencias del «homo sa­ piens», sujeto y agente de la historia humana en sentido estricto, sino que sería de verdad el «homo sapientissimus», la realización histórica del hombre ideal, acabado, incomparablemente perfecto. Pero la ciencia no puede pensar así del primer ejemplar de la especie humana. Está, en primer término, la cuestión del primer hombre. Como veremos más adelante la ciencia no puede hablar del primer individuo humano, siempre tiene que pensar en términos de pluralidad: se habla del primer grupo humano. Además, entre el primer «homo sapiens» y el último primate todavía ciertamente no-hombre, la ciencia paleontológica está muy segura de poseer los restos de otros tipos de hom­ bres: homo neandertalense - pitecántropo - australo piteco - sinántropo y otros «anthropoi», hasta empalmar, por abajo, con el último y más desarrollado de los primates. Frente a esta evidente dificultad, los teólogos comenzaban por ejercer una saludable función crítica respecto de las conclusiones de la ciencia. No com­ partían las certidumbres de los paleontólogos sobre el valor de estos restos humanos descubiertos. Pero, al menos, le concedían una razonable probabi­ lidad en su conjunto. Esta bastaba para proseguir fructuosamente la discusión a nivel de investigación científica por ambas partes. La fuerte objeción pro­ puesta por la ciencia evolucionista sirvió a los teólogos para revisar sus afir­ maciones y eliminar algunas de ellas poco controladas, y dudar, saludablemen­ te, de otras que parecían indudables. E l conjunto de afirmaciones acumuladas durante siglos en torno al «estado paradisíaco» del primer hombre se distinguían tres niveles de afirmaciones o tres círculos concéntricos. Desde dentro hacia fuera encontramos, en primer término, lo que es más sustancial e inseparable de semejante estado: la pose­ sión real por Adán de la gracia santificante en grado eminente y en calidad de cabeza del género humano. Vienen luego los dones preternaturales-, la inmortalidad e integridad, especialmente. Y en la periferia, formando el en­ torno vital externo al hombre, el ambiente paradisíaco, el jardín del edén, como habitat privilegiado en que Dios habría colocado a la primera pareja humana, tan cariñosamente cuidada por E l. Por estos años los teólogos se desinteresaban ya, visiblemente, de todo lo referente al paraíso terrenal como entorno vital, externo, del hombre. La

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