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12 ALEJANDRO DE VILLALM ON TE cia infusa, es decir, lo sustancial de lo que se llama «estado de justicia ori­ ginal». Sin embargo, la posesión de la gracia santificante no la veían tan clara en estos textos. Se recurría al Nuevo Testamento para afirmarla en Adán. La lectura obvia del texto genesíaco permite afirmar que el pecado de Adán fue el originante de una situación nueva y radicalmente peor en las relaciones del hombre con Dios. Con todo, ni Génesis ni ningún otro texto del A .T . hablaría del pecado original en su sentido preciso. Los hombres, des­ cendientes todos de Adán, participarían de las consecuencias desfavorables del primer pecado; pero no habría motivo suficiente para afirmar que sean propiamente pecadores por el pecado de Adán, previo a cualquier acción per­ sonal de cada hombre. Sólo sería posible detectar algunos indicios de una verdad que más tarde Pablo habría desvelado en Rm 5, 12-21. Por el con­ trario, el N.T. daría escasa importancia al Adán inocente, al estado de jus­ ticia original y a los dones que lo integraban. Se recurría a una demostración indirecta, aunque tenida por suficiente: Cristo vino a restaurar, según diría frecuentemente el N .T., la ruina provocada por el pecado del primer Adán. Ahora bien, Cristo nos ha dado la gracia santificante como el primero de los dones de la salvación por E l realizada. Por tanto, también Adán hubo de poseer la gracia santificante, raíz y coronación de los demás dones otor­ gados por Dios. Respecto al pecado original en sentido específico el texto de Rm 5, 12-21 nada dejaba que desear en cuanto a fuerza demostrativa del dogma. Cierto, que el pecado original no es tema directo de la perícopa, sino la riqueza de la redención de Cristo. Pero la excelencia de la redención sería incomprensible si no se la contempla como realizada sobre el fondo de la pecadora situación de todos los hombres descendientes de Adán, «en quien todos pecados». También la Tradición doctrinal de la Iglesia, en sus diversas manifesta­ ciones, se consideraba como del todo favorable a la creencia en el pecado original. Escasamente testificada tal creencia antes de san Agustín, el doctor de la gracia y redención la habría formulado con toda claridad, hondura y amplitud de consecuencias en la lucha antipelagiana. E l concilio de Cartago y luego el de Trento habrían otorgado el refrendo definitivo y definitorio a esta creencia. A l menos para todo el Occidente ; porque se reconocía ya por muchos que los Padres griegos tenían otra manera de exponer estos proble­ mas y en todo caso daban menos importancia a esta doctrina. Pero, a pesar de todo, la unanimidad de creencia básica estaría fuera de toda duda. Sin duda que los exegetas y teólogos de la primera mitad del siglo xx conocen las dificultades surgidas en torno a la historicidad de Adán, de quien habla Gén 2-3 y menciona Rm 5, 12-21. Pero, piensan que no son atendibles los argumentos de la «crítica liberal y racionalista». Por exigencias internas

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