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R E IN O D E L H O M B R E Y R E IN O D E D IO S 423 mente llamados a participar de la vida de Dios en Cristo por el Espíritu. Hasta aquí el resumen, forzosamente imperfecto, de las confe rencias magistrales. A casi toaas siguió un breve coloquio, aparte del coloquio general precedido de los trabajos de los distintos gru pos y que tenía lugar en la última sesión de cada día. El clima general fue de seriedad en la profundización de las ideas orientadoras que, para las actitudes personales y para la práctica pastoral, se nos fueron ofreciendo. En los coloquios se dejó oir la respetable discordancia de quienes hubieran deseado un profesorado menos homogéneo. No gustó a algunos el tono pa- renético de ciertas intervenciones. Otros creyeron advertir escamo- teamiento de problemas comprometedores. Incluso se vislumbró algún deseo de ver defendidas las desorientaciones que el Magis terio está precisamente tratando de enderezar. Fuera de sitio estu vieron, a mi juicio, las manidas acusaciones de casuismo y legalis- mo. Y la suspicaz constatación de una actitud «muy defensiva» en los oradores es un testimonio de la fidelidad de los mismos al ob jetivo de la Semana. Estimo que alguna disertación vagó sin demasiado tino entre paradojas preciosistas de lenguaje que ocuparon el espacio a las ideas. Pero, con las lógicas diferencias de nivel, pienso que los po nentes cumplieron dignamente con su cometido. En relación con la postura ideológica que dominó en la Sema na, mi juicio personal es muy positivo. La radical fidelidad al Ma gisterio eclesiástico no podía ser entorpecimiento a la honrada compulsación de los datos de experiencia y los avances de la an tropología. Solamente se resistió a la aceptación de un principio que no es cristiano ni científico: pasar de hechos materiales a prin cipios morales, como si la práctica humana fuera el origen de las normas, o como si un ideal de perfección dejara de ser tal porque el hombre medio no lo realiza de hecho. Sería poco menos que abrir un proceso a Cristo y a su Iglesia en nombre de los criterios del mundo. Sería la presunción de imaginar que, en Dios, la mise ricordia y el perdón de los pecados equivale a restar seriedad a sus preceptos. Sin entrar propiamente en el tema, alguna voz un tanto desga rrada venía a acusar de injusta a la Iglesia por su tesón en mante ner unido el ejercicio del sacerdocio a hombres con profesión de celibato. Muy sensatamente respondió Mons. Delicado Baeza: La Iglesia no obliga. Simplemente condiciona, fundada en razones evangélicas. Yo añadiría que la Iglesia no puede, en nombre de sus
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