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66 GABRIEL FERRERAS en cuenta, pues de otro modo nunca terminaremos con un tipo de especulación que se pierde en el juego de conceptos, ni con el irónico fenómeno de que la vida religiosa se conduzca por ver­ tientes que ignoran las elaboraciones de los teólogos, no sin sor­ presa de los mismos. De todas las maneras, hemos de prevenirnos sobre la amplitud de este intento como para presumir de abor­ darlo aquí; sí queremos, no obstante, referimos a una circuns­ tancia histórica de la Iglesia que esclarece la quiebra interna de la teología de la gracia, mejor de lo que a veces lo hacen las rela­ ciones ideológicas: estamos pensando en la clerificación de la cultura. 1. De sobra sabemos cómo no fue un hecho fácil de digerir por parte de los estamentos eclesiales, la emancipación progre­ siva de la ciencia — antes monopolio de los hombres de Iglesia— , ni la consiguiente emancipación de la cultura, formación y edu­ cación de las gentes, aspectos todos ellos que anteriormente es­ taban en manos de los eclesiásticos. Bien es verdad que, en rigor, el concepto de cultura clerical se aplica más a la fase post-eman- cipatoria que a la propiamente clerical, precisamente porque fue ésta segunda la que se caracterizó por un forcejeo, tan titánico como inútil, por mantener la antigua preponderancia. Y esto es lo que hace de aquel régimen de cultura un fenómeno de desagra­ dable recuerdo. Fue esta obstinada actitud, frente a una causa perdida de antemano, la que consiguió poner a la Iglesia ante la única alternativa que le era viable, la del repliegue sobre sí mis­ ma y la marginación frente al mundo civil. Este hecho desarrolló paralelamente un como reflejo psicológico de autodefensa, que distinguió la actitud intolerante y a veces amarga de la Iglesia respecto de los juicios que le merecían los distintos aspectos en evolución de la vida civil: la ética social, las teorías políticas, la organización liberal de la convivencia, etc. De puertas adentro, la conciencia de los fieles se deformaba con una idea de la religión inhibitoria, ausente, afectada de un profundo complejo de prohi­ bición respecto de todo lo que era vida profana, y normativizada por una serie de preceptos negativos que disminuían su iniciativa propia. En este contexto no es difícil de imaginar la forma práctica a la que venía reduciéndose el entendimiento de lo sobrenatural. Un sobrenatural individualizado en el ghetto eclesial y en el sub­ jetivo de las conciencias, y un sobrenatural moralizado por el ins­ tinto de preservación y de incontaminación que obsesionaba a los

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