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82 GABRIEL FERRERAS de los sencillos. Jesús, por su parte, nos advirtió que el Padre se ocultaba a los sabios y se dejaba saber por los sencillos. Y no se hace ningún menosprecio del sabio con estas palabras, sino tan sólo un elogio del sabio que sabe apreciar la dimensión de su igno­ rancia. Todo esto no se cumple con admitir, como siempre lo han he­ cho los teólogos, que el lenguaje de la fe es necesariamente simbó­ lico y analógico porque no puede pretender captar de inmediato la realidad divina. Sólo se llega a apreciar la profundidad de esta di­ ferencia si se entiende que ese uso analógico del concepto, es asi­ mismo resultado del uso analógico del saber mismo y de la vida del creyente, que entiende que nada de lo suyo puede ser antepues­ to cuando se trata de escuchar a Dios y que nada puede ser, sin em­ bargo, depuesto. El concepto de ciencia debe ser comprendido en lo religioso con esta inversión. Bien sabemos que quien sostiene la institución creyente no son ni sus intelectuales ni su «inteligentzia». La autoridad del saber no es condición de prestigio ni de necesi­ dad en la fe, como tampoco lo es la devoción por la razón. Siempre han caído sobre el vacío los empeños que se han hecho desde la fe por utilizar exhaustivamente la razón, porque se han dejado tentar por un cierto sinergetismo, como en un intento de rivalizar con la inteligencia de Dios. Precisamente la teología de la gracia tiene en su haber algunos recuerdos de esta inútil pretensión, que desfonda en su fracaso la psicología de la disposición creyente10. La teología no tiene en la salvación un objeto como lo tiene la ciencia en la materialidad histórica. Debe ser consciente del equí­ voco que para el lenguaje religioso supone toda objetivación de la salud; cabe al mismo tiempo indicar que este equívoco afecta tam­ bién a la homologación de la formación académica de la teología con la de las demás carreras científicas. El material de la atención científica de la fe es, desde la encarnación, el silencio histórico de la trascendencia; es decir, el mundo en aquella dimensión en que es al mismo tiempo expresión y reserva de Dios. Este silencio em­ 10. Nos referimos a la célebre controversia «De Auxiliis», que enfrentó en el siglo x v i i a teólogos de la Compañía de Jesús y Dominicos. El gran embrollo en el que se vieron varadas las, por otra parte, ingeniosas elaboraciones de estos teó­ logos —y que dejó secularmente estancado el problema— , era debido a que se in­ tentaba conciliar en un mismo nivel de univocidad, dos términos que se pertene­ cían a lógicas diversas: la divina y la humana. La sabiduría de Dios, que debe dis­ poner y presuponer todo, y la libertad del hombre que no puede ser coartada por nada. Dos términos que sólo nos cumple mantener, pero que no podemos llegar a captar en su relación íntima. Cualquier intento por forzar esta situación conduce inevitablemente al desequilibrio que siempre va en menoscabo de uno de los dos.

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