PS_NyG_1975v022n001p0059_0090

SOBRE LA GRACIA Y SU TEOLOGIA 69 2 . Pero con esto no hemos terminado todavía de encontrar todas las desviaciones que ocasionó en este punto la época cle­ rical. En la forma cómo entendió la dimensión en que se proyecta la trascendencia de lo religioso en la vida, se produjo un equívoco que quizá explique en gran parte los demás. En principio, hay que suponer que lo trascendente con que la religión pretende en­ riquecer la existencia, deberá entenderse como un dar algo, más que como un sustraer lo que, aunque modesto, le es propio al mundo. Pero evangélicamente este dar y esta cualiñcación tras­ cendente del don, no se expresan en la dimensión de una suma privilegiante o diferenciadora, sino en la dimensión de despose­ sión y desprendimiento. Es decir, la religión se demuestra tras­ cendente por la capacidad que tiene de emprenderla con lo irre- dento, lo dado por perdido, lo desesperardo... que es una capa­ cidad de abajamiento. Pues bien, no es éste, pese al continuo juego de ficción del lenguaje conceptual, el sentido real con que lo trascendente se dejaba manifestar en la visión clerical, porque lo que allí se propugnaba era un mantenimiento de la instancia religiosa, sobre la base del reconocimiento de una preponderan­ cia de ésta sobre lo temporal, la ciencia, la ética, la política, etc. No resulta válido decir que ello era requerido por el honor de Dios, puesto que ya sabemos cuál es, evangélicamente entendido, el modo como Dios busca requerir su honor; lo que, en realidad, se lograba era, por el contrario, una sustración del honor debido a Dios por parte de la institución religiosa que tiene como fun­ ción su mantenimiento. Estamos, pues, ante un caso en que clericalismo es sinónimo de temporalismo, y donde se nos aparece claro que la trascen­ dencia de Dios está en relación inversa a la sacralización del mun­ do. El afán de dominio que puede falsear desde su interior la misma actitud religosa y utilizarla como simple pretexto conduce a desviar la adoración debida a Dios hacia las cosas, lo cual tiene desde muy antiguo un nombre en la nomenclatura religiosa: el de idolatría. Por esta razón la idolatría es el enemigo número uno de la religión auténtica y es, sin duda alguna, el equívoco de lo religioso, directamente tocado y concernido por la aparición del dato es casi humorístico para nuestros días, pero es también muy significativo. Se aprecia claramente, a través de él, la disociación con que se entendían la gracia y las realidades humanas. La gracia se observaba con un criterio cuántico, lo que hacía de ella una magnitud sobreañadida; por eso, su posesión constituía una es­ pecie de blasón de distinción que hacía buenas las acciones de quien obraba con ella.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz