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66 GABRIEL FERRERAS se estaba abriendo peligrosamente a una perversión mágica de la religión. El automatismo con que se concebía la acción de la lla­ mada gracia de estado, es un ejemplo expresivo. Una interpreta­ ción automática de esta gracia convertía en virtud la ineptitud, la insolvencia o las arbitrariedades de un determinado superior. Una interpretación automática que era una interpretación mági­ ca. El estrechamiento de la visión no se quedaba aquí, porque, de hecho, un concepto mágico de la gracia conducía a una pro­ gresiva desestimación de los aspectos humanos que son parte de la vida y que adornan y enriquecen la persona. El concepto de hombre religioso, en el criterio de selección de vocaciones de las instituciones eclesiales, se deducía de un modelo humano en el que se menospreciaban los valores de la imaginación y la crea­ tividad, las cualidades y facultades diversas de la persona, y las mismas personalidades acusadas, en cuanto a temperamento, ge­ nio o carácter se refiere. Religioso era sinónimo, en principio, de sumiso y abnegado, pero, en realidad, lo que estas cualificaciones querían definir eran, en los más de los casos, sujetos amorfos, adocenables, acaso reaccionarios — en un sentido no político de la palabra, pero por qué no, también en un sentido político— , con una insistente preponderancia de los físicamente no agracia­ dos. Esta circunstancia efectuaba por sí misma una retención de los que provenían de orígenes humildes, tan exclusiva, que se ase­ mejaba en sus resultados a un paradójico sectarismo. De este modo, y paralelamente al más señalado extrinsecismo de la gracia a nivel de concepciones teóricas, se daba este otro extrinsecismo práctico; lo que no quiere decir que fueran ajenos entre sí. Cabe pensar, sin embargo, que el segundo fuera, en rea­ lidad, más pernicioso, porque influía de inmediato en la vida con­ creta de los fieles. Lo cierto es que es de la historia viva de donde ha partido la urgencia de una renovación, mientras que en los planos intelectuales ha tardado y tardará quizá mucho tiempo en decidirse el porvenir del problema. La gracia estaba terminando por empobrecer y ensombrecer la figura del cristiano en la esfera pública; le estaba induciendo a un proceso de repliegue que hu­ biera sido suicida, si no se hubiese tratado de una institución con tan hondas capacidades de reacción como la eclesial3. 3. En el libro de G. Thils, Teología de las realidades terrenas, Buenos Aires 1946, libro que, por muchos conceptos, fue pionero de la abertura de la teolo­ gía actual, podemos encontrar todavía curiosos detalles de esta estrechez de miras. En el capítulo dedicado al arte, por ejemplo, se nos habla de que para que una obra de arte alcance su valor auténtico, ha de pertenecer a un autor bautizado. El

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