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G. ZAMORA 309 todas las manifestaciones de la existencia. Por ello, ante una nueva obra de arte, un descubrimiento científico, o la actuación de una ac­ triz en el teatro, no era extravagante la pregun ta: «¿Qué piensa He- gel sobre esto?» Sabía platicar en sociedad acerca de temas elevados o rutinarios sin sombra de pedantería, no menos cuando discutía con artis­ tas sobre la esencia de la obra de arte, que cuando quería mostrar al financiero un empleo más noble de sus recursos, a una madre la pru­ dencia pedagógica, o a una dama detalles de tocador («especialidad en que parecía tan versado, observaba una berlinesa, aue difícilmente es­ capaba a su conocimiento un nuevo adorno de moda, pudiendo elegir por sí mismo los presentes más oportunos del ramo para su mujer»). En su casa, el tiempo de la comida discurría de modo que todos los comensales pudieran contribuir a amenizarla. En el juego m an te­ nía invariablemente buen humor, le acompañara o no la suerte. Hacía objeto favorito de sus bromas a las personas a quienes distinguía con su especial afecto. En los festejos que daba, o que debía presidir, apare­ cía con la mayor dignidad, sin pizca de ostentación, dedicando hora tras hora de inolvidable convivencia a los invitados, y permaneciendo, como el Sócrates del banquete platónico, sobrio y mesurado. Era buen camarada de conciertos y teatros, alegre, generoso en aplaudir, ocu­ rrente. No disimulaba que se sentía particularmente a gusto entre can­ tantes, actrices de ópera y poetas. Y en casa era a la vez padre, esposo y señor. Bajo los tres aspectos rivalizaba su solicitud con su fidelidad y autoridad. Su mujer lo quería doblemente, como a marido y, en cier­ to modo, como a un padre, pues ella era más de veinte años menor. A mediados de 1829 , y tras diez años de habitar la misma vivienda «am Kupfergraben», decidieron reformarla. Motivo con el que Frau Hegel comunicaba a su cuñada: «Todos nos hallamos bien de salud, gracias a Dios. Hegel está bien y muy alegre; se porta como cualquier hijo de vecino : cuanto más ocupado ha pasado el día, más le gusta pasear, jugar a los naipes, gozar de jovial compañía o escuchar música ligera por la tarde. Doquiera haya algo bello que oír o que ver, allí tiene que ir él. Di ríase que está diez años más joven y veinte más vivaracho que en Nuremberg. Y esa jovialidad se me contagia, haciéndome indeci­ blemente feliz». No era raro verlo en aquella casa, con la cabeza cu­ bierta por un ancho gorro de terciopelo, como un ’magister’ medieval de las artes liberales.

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