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3 3 8 HEGEL REDIVIVO plena lucidez hasta su último hálito. El rostro no estaba desencajado, sino que semejaba el de un durmiente. El mal lo había destruido por dentro, sin traducirse al exterior, salvo en una indisposición estomacal. No hubo agonía, de modo que la esposa, pese a su dolor, podría cali­ ficar de afortunada una muerte así. N ingún síntoma agudo de la en­ fermedad, sino un frío de hierro, un sudor gélido en la frente, y el tin te azulcso de las manos en la últimas horas de la vida. Por mediación de Schulze logró la familia sustraer el cadáver a la suerte del de los demás coléricos: no sería transportado en el carro común, de noche, al cementerio de los contagiados y al día siguiente del fallecim iento; sino a otro lugar y dos jornadas después del óbito, precedido de una comitiva selecta. Habría incluso oración fúnebre. En la carta consolatoria a su abuela escribía Carlos Hegel haber oído una vez decir a su padre «en sus magníficas lecciones sobre filo - sofía de la religión : ’En tre lo más sublime que se ha pronunciado ja­ más, está la sentencia de C risto : bienaventurados los limpios de cora­ zón, porque ellos verán a Dios». Este era el versículo favorito del evan­ gelio para Hegel. Su familia lo sabía, por habérselo escuchado más de una vez, y sus continuos lo constataban en su conducta. La esposa contaría más tarde que a la pregunta sobre la inmortalidad del alma, Hegel le había señalado con el dedo, y sin perder una palabra, la Bi­ blia. Confiados en esa creencia, mantenían la esperanza de que el des­ aparecido gozara en el allende de esa visión de Dios prometida a los de corazón puro. De una inmortalidad diferente hablaba el teólogo Marheineke en el panegírico declamado en el paraninfo de la universidad, momen­ tos antes de cortejar el féretro hasta el sepulcro: «¿Qué es la vida — se preguntaba un poco huecamente— si hasta el inmortal debe mo­ rir? Mas sobre él no podemos conceder a la muerte derecho alguno, porque lo que nos ha arrebatado no era él mismo, sino su cuerpo. Pues el espíritu — el de «este rey en el imperio del pensamiento— perma­ nece con los suyos: su muerte — agregaba con más énfasis que tino— será, como fue la de Cristo, la puerta a la resurrección e inmortalidad» 8 8. "No tengo aquí a nadie —había escrito Hegel a Niethammer el 26 de marzo de 1819— a quien pudiera haberme abierto..., si se exceptúa a Marheineke..., el cual se encuentra, más o menos como yo, en la periferia, o más exactamente, fuera de ella, sin relación con la esfera activa y eficaz". (Hegel Briefe I!, p. 210).

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