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G. ZAMORA 335 cente. El modo cómo éste sabía buscar y poner al descubierto las raí ces «cntológicas» de cada pueblo, o recoger de cada época la flor de sus tendencias y aspiraciones, inundaba de un sentimiento parecido al religioso, al coro juvenil que tenía ante sí. Pero la irradiación de sus ideas sobre la historia universal contagió no sólo a la juventud, tal vez un tanto ingenua y embrujada por la personalidad del maestro, sino a autores maduros, que pronto las usu fructuaron, siendo en alguna ocasión tachados de plagiarios, como les ccurrió a Ch. Kapp con su obra Christus und die Weltgeschichte, y al historiador K. H . H . W indischmann. Este esquivó el golpe, repli cando haberse puesto en contacto con el mismo tema dieciocho años antes que Hegel hubiera comenzado a campar en él, y admitió a lo sumo la convergencia de las fuentes respectivas, y la concordancia en detalles, indicio de que ambos habían hallado la misma verdad inde pendientemente. Poco más de esas impresiones de asombro, el cuaderno de notas del profesor y los reportata de los discípulos restarían de aquellas me morables lecciones. Su siempre más avisada madre política, temiendo que el fruto de las mismas pudiera perderse para siempre, previno a su nieto Carlos para que fuera reuniendo los cuadernos en que su padre escribía tales lecciones, porque esperaba que esta medida facilitara mu cho la edición futura de las mismas. «En silencio he mantenido la es peranza — le recomendaba desde Nuremberg el 14 de marzo de 1831 — de ver cumplida por tu medio una antigua promesa de tu querido pa d re : la de publicar un día la filosofía de la historia, libro que hasta las mujeres podríamos entender». El mismo apremio hacía al propio Hegel, en la intimidad de su último cumpleaños, su gran amigo H . W . A. Stieglitz, en parte con la similar creencia de que tanto la historia de la filosofía, como la filo sofía de la historia, por ser obras más claras e inteligibles, abrieran un acceso nuevo al resto del sistema, y disiparan los muchos prejuicios que se le opon ían ; y en parte también para evitar que en la edición de las mismas mediaran manos extrañas, aunque éstas fueran las de sus más allegados. Hegel habría aceptado la sugerencia, y respondido: «En efecto, hay que anticiparse a los sabihondos», aludiendo a algu nos de sus discípulos más pretenciosos. Por desgracia, Hegel no tuvo tiempo de llevarlo a cabo personalmente, y el trabajo hubo de pasar a manos de los «alte Herren», como él llamaba a aquéllos.
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