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332 HEGEL REDIVIVO co, sonreía al comparar, además, el presupuesto imprescindible para entrar en los museos berlineses — que él aconsejaba ahorrarse para em­ plearlo en un viaje a Viena— y la entrada gratis en los de esta ciu- d a d : sólo costaban una pequeña propina a los guardianes, que él da ­ ba contento para no deshonrar su oficio de «regio profesor público y ordinario en la Real Universidad de Berlín (y por cierto, profesor de una facultad que, como la filosofía, es la facultad de todas las faculta­ des)» (!). Con este panorama cotejaba el mucho menos risueño de Postdam, donde los ducados y táleros se escurrían de entre les dedos «por todo y para todo — hasta para ver los mausoleos, no sólo de Fe­ derico el Grande, sino de sus perros»... Mas si honda fue su admiración ante los tesoros de toda especie reunidos por los emperadores en las bibliotecas y museos de su cc’te , no fue menor la que le causó su visita a la ópera vienesa. Como le decía a su esposa, exultaba con la sola esperanza de presenciar el Fígaro, deshaciéndose después en elegios de los principales actores: «Por la tarde, de nuevo un par de horas en el Belvedere, y luego al Fígaro, de Rossini: Lablache, ¡qué F ígaro !— , Mde. Fodor, ¡qué Rosina! Es una cantante perfecta: ¡ cuánta belleza, gracia, arte, libertad y gusto en su v o z ! Y el gran Lablache! ... ¡ admirable b a jo ! ¡ Qué serenidad y do­ naire, evitando cualquier vu lgaridad ! Cuando el coro en pleno co­ mienza a cantar y se lanza la orquesta en un fortísimo con todas sus fuerzas, se siente precisamente como si cantara él solo, y esto sin es­ forzarse lo más mínimo, ni gritar, ni desentono alguno ... Mas tam ­ bién ¡cómo participamos nosotros, el público! . . . Se aplaude a cada pasaje, a cada personaje, a cada escena..., y ello sin m ed ida...» En ese estilo, cuajado de signos admirativos, palpitaba aún toda la emoción de Hegel, que él quería contagiar a los suyos. Por ello se reía del gusto musical de Otho, demasiado ortodoxo a su juicio, y le pronosticaba que también él se dejaría cautivar un día por el mundo fascinante de sonidos, indumentaria y amoríos de la ópera. Entre los compositores prefería a Rossini (El barbero de Sevilla) sobre Mozart (Las bodas de Fígaro). Nada extraño que una armonía tan remota de aquélla, como la de Bach, no lograra interesarle. Injustamente denegaba el título de verda­ dera música a la de La pasión según san Mateo, cuya exhumación y re­ petida interpertación impresionaba tan to por entonces. El juicio ad

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