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G. ZAMORA 331 Pero la Noche, de Correggio, es ya el m áx im um : si la de Dresde me pareció y la llamé el ’día de Correggio’, ésta me parece la verdadera noche. ¡Qué cuadro! La luz se irradia igualmente del Niño, pero Ma- ría me es aquí más amable que en la de D resde..., todo es también más sereno y serio, y la tiniebla, como en los cuadros de Correggio en Sanssouci, del manierismo tardío del maestro, es de una exquisitez ex- traordinaria». En comparación con estas manifestaciones del genio artístico, juz gaba Hegel que el arte alemán contemporáneo estaba completamente muerto. Apreciación tan hum illante para sus compatriotas, no po día provenir, en opinión de alguno de ellos, sino de la mente de un es quizofrénico. «Cómo puede hablarse así — replicaba F. Meldelsohn— cuando aun viven Goethe y Thorwaldsen, y Beethoven ha fallecido hace apenas un par de años?». Es que, aparte de no ser Thorwaldsen alemán, en lo relativo a la música las preferencias de Hegel no parecen haberlas atraído genios por el estilo del citado o de J. S. Bach — por cuya revaloración trabajó tanto F. Meldelsohn— . En esa actividad del espíritu que el filósofo definía como el arte del vacío soñar, complaciéndose en subrayar su au sencia de pensamiento, Hegel se inclinaba hacia las formas más mate rializadas de la misma, como la ópera. T an hondamente le subyugaba la representación de las grandes óperas, que alguna vez se lo vio diri girse a toda prisa, apenas la campana de la universidad había marcado el fin de la clase, al vecino «Opernhaus», donde se escenificaba una obra de Gluck, al término de la cual el filósofo aplaudía con frenesí a la primadonna. O alquilar un simón, y marchar al teatro real pa ra oír a la gran soprano H . Sontag. Después de una representación del Don Juan mozartiano se exteriorizó tan calurosamente en favor de esa clase de música, que el director de aquella ópera, un antiguo y frío conocedor de Hegel, no pudo menos de comentar: ¡por primera vez me ha caído en gracia este tartamudo filósofo! En 1824 se dirigió hacia Viena en uno de esos viajes de los que aseguraba a su mujer no tener otro fin que el estrictamente académico. A su regreso se mostró alegre y comunicativo como nunca, ebrio de la música de Rossini y de la impresión causada por sus intérpretes. Des de la imperial ciudad el nivel artístico de Berlín le parecía provinciano e irrisoriamente mezquino. El hombre, aquejado por un déficit cróni-
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