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306 HEGEL REDIVIVO colegas lo miraban ya con profesional celotipia, timoratos de que bas­ tantes de aquéllos se precipitaran de cabeza en las «redes» del recién llegado. Uno de ellos, de tiempo atrás tan enredado que cambió con él de universidad, escribía a su progenitor para disipar sus temores por la relación entre filosofía y religión dentro del sistema del nuevo docen­ te. Le aseguraba que era extremadamente positiva la avenencia entre ambas, aunque la segunda no aparecía sino como un paso necesario en el proceso de autoconcienciación del espíritu. El jóven no podía imaginarse una filosofía de lo religioso más acertada que las páginas dedicadas a ella por la Fenomenología. El don de despertar en sus oyentes el eros de la verdad, muy acu ­ sado en las etapas anteriores del magisterio de Hegel, vendría a ser también ahora su principal señuelo. Junto a esa cualidad les asombra­ ba su extraño poder de reducir a síntesis, unidad y sistema lo en apa­ riencia dispar e inasociable. En frase de uno de ellos, el maestro sabía unificar las perspectivas más divergentes e infundir ardor por la cien­ cia : «Ahora conozco el punto donde se une cuanto aprendo, por lo cual estudio con gusto e interés, y espero llevar a cabo algún día algo ordenado». En 1819 , en medio del silencio de Schelling y en parte a conse­ cuencia de él, estaban ya las riendas de la filosofía germana en manos de Fries y, sobre todo, de Hegel, cuyo método dialéctico se imponía por su solidez y rigor, y se había mostrado fértil en campos extraído- sóficos. Berlín era para él un púlpito inmejorable. Si podía jactarse de casi haber resucitado, a su ’paso’ por Heidelberg, el interés por la filo­ sofía como disciplina académica, atrayendo a unos 70 universitarios a las clases de lógica donde Fries apenas lograba agavillar media docena, en Berlín podría adoptar la misma actitud en relación con el difunto Fichte. Un miembro ilustre de la Academia berlinesa de las Ciencias le contaba a Schopenhauer a comienzos de diciembre del citado año que la universidad, en la que él regentaba una cátedra de medicina, ten ­ dría de mil a mil cien matriculados, habiendo aumentado el número de los mismos en la facultad de Artes desde la llegada de Hegel. Al año de ésta había crecido tan de súbito el gremio de sus incondicionales y

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