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1 7 2 VISION DE LA FRATERNIDAD cillez. Y es precisamente en la vida cotid iana donde adquieren su relieve la delicadeza, la comprensión y la cortesía. Como en la vida fam iliar — y la fratern idad es una fam ilia en la intención de sus profesantes— cobran un valor especial las form as sociales. Si cada uno aporta lo m ejor de sí mismo, la vida comun itaria se enriquece, se hace más grata y más amada. El Concilio apunta sutilmente que la convivencia fra terna favorece la floración de la castidad. Por el contrario, cuando los individuos crean problemas comun itarios con su egoísmo y con su indelicadeza, los choques son frecuentes con de­ trim ento del espíritu de caridad. La violencia y la brusquedad frenan la confianza y despojan a la vida en común de su atractivo. Se ve bien que, en tal estado de cosas, el hombre se proyecta hacia afuera en busca de centros de convivencia más satisfactorios. O bien, se repliega en sí m ismo con peligro de vivir en un aislam iento real aunque siga participando por disciplina de los actos de la vida comunitaria. En algunos casos, cuando la vida espiritual es madura, compensa al religioso de una convivencia despersonalizada y deshumanizada. Por lo que sea, cuando se puede constatar un en friam ien to colectivo en la vida d ia ­ ria, hay que buscar vicios que a fectan a la convivencia en su misma raíz. La vida social p rofana se apoya en bases tan débiles com o la educación externa. Se evita cuidadosamente lo que resulta molesto para el interlocutor, a fin de no crear tensiones ni amarguras. La vida social p rofana se coloca en la superficie de la convivencia. En el fondo, el p rójim o no preocupa en absoluto. Por eso lo im portan ­ te es guardar las formas, “ aparentar” lo que no se es. Luego, por la espalda, se critica malévolamente. De puertas adentro, una vida social h ipócrita es insoportable. Porque en el roce diario se presentan innumerables ocasiones de rea c­ cionar tal com o se es. Si no hay caridad, quedamos en una situación in ferior respecto a los seglares, porque se deja ver el trasfondo de resentim iento, envidia y vileza sin los paliativos de las buenas fo r ­ mas. Posiblemente entre la hipocresía y la sinceridad “ brutal” , ha ­ bría que escoger la sinceridad, por brutal que sea. Pero entonces no queda más refugio que el pesim ismo: ¿qué podemos esperar de unos hombres que recurren al insulto para dirim ir sus cuestiones internas? La experiencia personal de la vida comun itaria lleva consigo grandes ventajas de todo orden, incluso en plan utilitario. La con

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