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G. ZAMORA 45 Hija de un profesor de teología ya difunto, vivía con su madre en casa de un panadero, dueño también de un negocio de vinos. Había de bajar cada tarde a la bodega o sótano, pasando por la taberna, y era aquí donde Hegel y otros mozos como él la cortejaban. Ninfas de parecida galería eran también las tres hijas del caballerizo de la Universidad, a las que solía rondar con no menor solicitud. El gran filósofo en potencia longincua volvía a dárselas de nocherniego, y es- ta vez no por quemarse las cejas sobre los roídos pliegos de Aristóte- les. En más de una ocasión hubo de oír al portero el reproche de «se rum ad portam», o sentir sobre sus talones los pasos impacientes de la guardia del convictorio, y recibir una reprimenda por parecer borra cho como una cuba. Una ficha conservada por su hermana lo retrata en estos años de mocedad como «estudiante muy jovial, sin llegar a libertino; afi cionado al baile y al trato con mujeres; con acusadas preferencias por esto o lo otro; sin fundar ninguna esperanza de futuro; que quiso, como «magister», estudiar Derecho, y mantuvo estrecha amistad con Schelling, varios años más joven. En fin, malo, apagado y sin fluidez como predicador». En su disertación para el grado de maestro en Artes había mos trado ya Hegel, pese a todo, no menor conocimiento del kantismo que afán de repudiarlo. El certificado expedido en 1793, al graduarse en teología, lo describió crudamente como hombre de buena aptitud, mediocre apli cación y conocimientos, defectuosa dicción, e «idiota en filosofía». La impresión extraoficial que se tenía de él no debía ser, sin embargo, tan desfavorable, pues en las mismas fechas, y a punto ya de abandonar el pensionado tubingués, lo vemos recomendado «por su carácter, sus costumbres y sus conocimientos, para un cargo «qui demande des qualités qui sont rarement réunies», y contrapuesto a otro candidato de vida estudiantil atolondrada y Hoja formación. El capitán de dragones Karl Friedrich von Steiger, miembro del gran Consejo de Berna, buscaba el mejor ayo para su casa, pues quería dar a sus hijos una educación más esmerada que la usual en su época. A l gunos amigos fijaron la atención del magnate suizo en el recién gra duado. Uno de ellos le escribía, declinando su propia aptitud: «Co
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