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4 4 HEGEL REDIVIVO tóteles y Kant, sino la de Platón, del que Hegel hizo algún ensayo de traducción, Jacobi, Espinosa, etc y Schelling se entregaba a la lectura de los Gnósticos. En esporádicas visitas a su patria chica (al guna vez para reponerse de tercianas) se enfrascaba en la tragedia griega, su lectura predilecta, a juicio de la hermana, o se ocupaba de botánica. Esa familiaridad con el mundo clásico, y sobre todo con Só focles, era el enlace más fuerte que lo unía en amistad a Holderlin, aparte el común interés por los problemas filosóficos. Ambos simpa tizaban también en el punto de vista jacobino en otras esferas. Era la década de la revolución francesa, y en muchas cabezas juveniles bullían los sentimientos de igualdad y libertad. Nada ex traño, pues, que en una clara mañana de primavera se acercaran H e gel, Schelling y compañía a las orillas del Neckar, o a un prado pró ximo, y erigieran el «árbol de la libertad» — si es que este controver tido suceso acaeció alguna vez. En esos lustros de entusiasmo prerromántico, y revolucionario, de canciones francesas y delirio por la Marseillaise, recién compuesta en 1792 para el ejército del Rhin, esperaban no pocos alemanes una suerte de liberación nacional. Durante ellos comenzó a destacar H e gel entre sus colegas de estudiantina más que por su profundidad de conocimientos en algún ramo del saber, por la amplitud de los mis mos en la literatura de la Ilustración, y por la secuela de ésta, un pru dente eclecticismo. Aun no asomaba en él, contrariamente el caso del precocísimo Schelling, voluntad alguna de sistema. Entre sus escrito res preferidos habría que poner en primer término, según uno de sus conmilitones, al Rousseau del Emilio y Contrato social, con otros «irracionalistas» que esperaba lo liberaran de los vínculos del intelec- tualismo. «En el campo de la ciencia — nos dice ese testigo— era H e gel todavía el caballero andante que vaga eclécticamente de una par te para otra sin rumbo fijo». También lo era en el del amor. Al borde ya de la mayoría le gal de edad comenzó a adquirir cierta fama de galán que lo acompa ñaría hasta su matrimonio veinte años más tarde. Por su hermana sa bemos que le atraía ostensiblemente la mujer, y en muchas páginas de su álbum de recuerdos se alababa por entonces, como a su «Her- zenskonigin», a una señorita bien determinada: «la belle Augusti- ne», que después casaría con un jurista salido de la misma fundación.
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