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G. ZAMORA 43 eso no siempre obró de acuerdo con los estatutos del convictorio en que vivían. Quizás a causa de ello y, además, porque su aplicación y esco- laridad dejaban ahora que desear, no menos que su frecuentación de tertulias en las que se libaba más que jovialmente a honor de Baco, o en fin, por las mejores cartas comendaticias de Märklin..., lo cierto es que el estudiante regular que había dentro de este futuro prelado comenzó a adelantar en rango a quien siempre le había antecedido y que entonces quedó relegado al penúltimo puesto de su promoción. La reacción del amor propio del postergado fue tan viva que tal vez justifica el aserto de que sin aquella inesperada postración no tendríamos al Hegel que conoce la historia de la filosofía. Humillado y ofendido, estuvo madrugando un año entero, en invierno y en ve- rano, mucho antes de rayar el alba, para engolfarse en el estudio. A lograrlo le ayudaba un compañero, con el que hacía alternativamente de despertador, quedándose sin vino a la comida el que por olvido o descuido incumpliera su tumo. Esa entrega al trabajo con monstruosa intensidad cristalizó otras veces en pasar la noche entera sobre la silla, haciendo honor no sólo a la idea de que el genio sea una grande capacidad laboral, sino tam bién a la sospecha de que genio y locura se den fácilmente la mano. Durante esas etapas de recuperación del tiempo perdido devoró Aris tóteles en un ejemplar carcomido de la vieja edición de Basilea. Con razón podría decir más tarde que el estudio del Estagirita no le había resultado empresa tan fácil como a otros, pues hubo de extraer su profundo sentido de unas páginas ilegibles y sin traducción al lado. Si la figura de Märklin pasa hoy desapercibida fuera de su pa tria, no así la de otros dos personajes con quienes le unió estrecha amistad en los días de Tubinga: su compatriota Hölderlin y el tam bién suavo Schelling, cinco años más joven que Hegel, y que ingre saba en aquella Universidad a los 15 de edad, adhiriéndose muy pronto al «club» de los dos anteriores. En carta a sus familiares se alegraba el poeta de la brava gente que en el convictorio o «fundación» le rodeaba, tanto como se dolía de verse pospuesto en rango de conocimientos «a los dos de Stuttgart, Hegel y Märklin». Entre ellos discutían no sólo las filosofías de Aris
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