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G. ZAMORA 7 9 cavernas de la imaginación, para mayor divertimiento del filósofo». La celebridad de éste aumentó vertiginosamente en el breve espacio vivido a orillas del Neckar en Heidelberg, donde afirmó sus pies pa ra el salto definitivo a Berlín. Un alumno apasionado anunciaba a su progenitor que el aula del maestro se colmaba de estudiantes hasta no caber más, concurriendo a oirle precisamente los más animados por legítimos deseos de aprender, y no por fanatismo revolucionario. «En sus clases nos apiñamos porque él no predica política, sino ciencia y, por cierto, de la más seria, la que mora en el fondo de todos los espí r itu s, s a b ie n d o c om u n ic a rla d e l m o d o m á s a d e c u a d o » . Metiérase o no en política con su magisterio universitario, algu no de sus aforismos era citado en contexto político o nacionalista, y no por simples agitadores. Schelling escribía a finales de 1817 que el destino de los pueblos germánicos y, en general, de la nación alema na había estribado, durante demasiado tiempo, en no poder lo que querían y no querer lo que podían. Y apostillaba: ningún dique me jor contra ese destino que el dicho certero de H eg e l : Wer n ich t kdnn, ivas er w ill, solí w o llen , ivas er k a n n » — q u ie n no p u e d e lo q u e q u ie re , d e b e q u e r e r lo q u e p u e d e— . Cerca estaban los días en que otro de sus aforismos filosóficos — que todo lo real es racional...— se convertiría en equívoca consig na de tendencias políticas dispares. De momento fue su actitud apolí tica, al perecer, una de las cualidades que le granjearon el pasaporte para Berlín. Altestein, ministro prusiano de cultos y sucesor de Schu- ckmann en el departamento de asuntos religiosos e instrucción públi ca, proponía a su rey con fecha 20 de febrero de 1818 la convenien cia de traer a Hegel a la cátedra de Fichte. El estadista deseaba pa ra ese puesto un profesor de filosofía seguro y prudente, alejado por igual de «sistemas paradójicos, peregrinos e insostenibles, que de pre juicios políticos y religiosos». Requisitos que, a su juicio, sólo se reu nían en Hegel, «hombre del más puro carácter, de rara universalidad en sus conocimientos, madurez de espíritu y agudeza filosófica, como atestiguan sus múltiples escritos». Tan alejado del romanticismo re ligioso como de la incredulidad; poseedor no sólo de notables cono cimientos pedagógicos, sino de experiencia educativa. Altestein, que ya se había entrevistado con Hegel, sabía que éste aceptaría la invi
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