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G. ZAMORA 7 7 disimulada entre los pliegues de un romanticismo todavía «ilustrado», se expansionaba así con ella en junio de 1817: « ¡Qué feliz serás en contacto con tantos hombres cultos de verdad, en medio de una natu- raleza que alegra y eleva el ánimo y, sobre todo, a la vera de un marido que con agudo sentido de lo bello, lo bueno y lo verdadero, os guía a ti y a tus hijos por el camino recto de la inteligencia y discreción!». Aquel triple sentido era el talismán que atraía a sus fieles discí- pulos. En su casa de las afueras de Heidelberg veíaselo con frecuencia a la ventana, la mano en la mejilla, y la vista perdida sobre las coli nas y bosques de castaños, actitud que la masa estudiantil solía inter pretar como signo de vagancia. Su biógrafo K. Rosenkranz revela que, si bien muchos se sentían atraídos irresistiblemente por él, una mayo ría aún mayor permanecía lejos por timidez o indiferencia. Los más ín timos le acompañaban en sus paseos, que hacía vistiendo de ordina rio pantalón gris y frac del mismo color. Durante el verano de 1817 — refiere el biógrafo citado— estaba Hegel tan ensimismado en sus pensamientos, que a menudo se olvidaba por completo de su exterior. Yendo un día a la universidad, al atravesar la plaza en la que una co piosa llovizna había reblandecido el suelo, quedósele atrás hundido en el barro un zapato, mientras él seguía adelante sin percatarse de nada. Con esa verosímil capacidad de abstraimiento contrasta el es mero y orden hogareños que su suegra le atribuye, garantía suficien te para vivir ella tranquila por la suerte de su Gottlieb. Su vida de sociedad aparece en este período en frecuente y có mica relación con la de Juan Pablo. Los muchos amigos de éste en la facultad de filosofía de Heidelberg decidieron laurearlo con las ínfulas de doctor, oponiéndose uno del gremio porque, según él, la moralidad y cristianismo del poeta dejaban bastante que desear; y si ellos — «los filósofos»— le coronaban, se daría por lo mismo un mal ejemplo a la juventud. Hegel argüyó, con seriedad no exenta de picardía, que Juan Pablo era un cristiano estupendo, y todos sortearon el segundo óbice afirmando que se trataba del más morigerado mortal. Celebróse, pues, el acontecimiento, siendo Hegel designado para hacerle entrega del doctoral pergamino. Luego lo obsequiaron con un simposion escasa mente platónico, al que concurrieron comensales de las demás facul-
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