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G. ZAMORA 75 gunta se la hacían, por añadidura, los patrocinadores del traspaso de Hegel a Berlín, los señores Raumer y Solger, cuando nuestro profe­ sor estaba a punto de poner el pie en el estribo, von Raumer creía comprender bien a los filósofos antiguos, y la evasiva de que sólo po­ seemos de ellos una versión popular de su pensamiento la desechaba por insensata. El se había comprado un ejemplar de la Enciclopedia hegeliana, y su lectura e inteligencia le resultaba muy cuesta arriba. «¿Dónde está el puente para pasar — se preguntaba— de tanto eso- terismo a una comunicación brillante y para todos?». Sin embargo, no faltaron quienes atribuyeron la tiniebla hege­ liana a que buceaba en profundidades difíciles de sacar a luz. O a que esa luz fuera demasiado intensa para ser captada por cualquiera, o estuviera situada al margen del espectro visible a la mayoría de sus críticos. En ese sentido comparaba uno de sus oyentes, años más tar­ de, las lecciones «claras como el agua» del profesor Paulus, docente como Hegel en Heidelberg, con las de éste: los cortes de la crítica de aquél se percibían sin necesidad de sondeo y con la misma rapidez se cerraban; todo lo contrario de lo que ocurría con Hegel, «inca­ paz de preocuparse de nuestra comprensión, pero cuya cuchilla cala­ ba en el hondón, sin que la sintiéramos, más aún, sin que ni lo sos­ pecháramos». Además, sus lecciones eran por fuerza para una minoría, por lo cual no es de extrañar oue la mayor oarte de! auditorio — «ca- becitas vacías», en frase de un oyente— se quejaran de no entenderle. Hegel no lo ignoraba, pero tenía en cuenta que los universitarios de Heidelberg no eran los gimnasiastas de Nuremberg, acreedores a unas lecciones a nivel de preu. En una alegre fiesta dada por H . Voss, pro­ fesor de filosofía, y a la que concurrieron, entre otros, Hegel, Juan Pa­ blo y un párroco, instóle éste último a redactar una filosofía para mu­ chachas, pues él tenía necesidad de tal texto. Hegel, también festi­ vamente, se excusó, alegando que sus ideas no eran lo bastante com­ prensibles y, para colmo de males, tampoco su lenguaje. ¡Ah í el ca­ llejón sin salida! «Si no es más que eso — intervino el párroco— la cosa está hecha: dejémoslo del cuidado de Juan Pablo, que sabrá po­ nerla al alcance de cualquiera». «Esta es, por tanto, la cuestión — re­ puso el aludido— : Hegel ha de poner el espíritu, yo un cuerpo idó­ neo y ropaje elegante, y usted llevar el producto al mercado». Real o imaginaria, la anécdota refleja burlescamente un matiz

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