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G. Z4M0RA 39 sentirse académicamente libre. De no verse ligado a una familia, ya se hubiera lanzado antes a buscar una universidad, en ciudad de vida intelectual intensa y mayor comunicación científica que Nuremberg, donde se atosigaba. Eoisserée se sintió conmovido ante esta franqueza de un hombre «tan importante y digno», y decidió ayudarlo. El propio Hegel aseguraba al historiador B. G. Niebuhr en los primeros días de agosto que estaba resuelto a tomar una decisión antes de tres sema- ñas. Boisserée interesó en el asunto al teólogo de Heidelberg K. Daub, cuya especulación debía no poco al numen hegeliano. Este teólogo influiría decisivamente para que lo llamaran a su universidad, desta­ cándole como el mejor. Mas ya desde unos meses antes se hallaba preo­ cupado el vicegerente de la comisión de estudios de Badén en buscar a Fríes un sucesor adecuado. Era un problema nada fácil, a su enten­ der, debido a las «fantasías que desde años atrás venían enseñoreán­ dose del filosofar». Por eso, cuando este funcionario oyó contar las excelencias de Hegel — probablemente de boca de Daub y compañe­ ros Thibaut, Creuzer y Wilken— creyó ver en él al prototipo de sus sueños, como requerían la utilidad de los jóvenes y las glorías de H ei­ delberg. A l esbozar su ideal del catedrático de filosofía en aquel mo­ mento de la historia, el buen burócrata J. F. v. Eichrodt, o la tabla redonda que le asesoraba, dejó entrever la sima que separaba ya la generación filosófica «hegeliana» de las precursoras. En ese aspecto y en el tributo a los méritos de Hegel su escrito es tan antológico como el firmado, sintomáticamente en el mismo año, por el senado de la universidad berlinesa. «El verdadero filósofo no debe ser un hombre — decía— que po­ ne la salvación de la ciencia exclusivamente en la crítica kantiana de la razón, o en la psicología, o únicamente en la lógica, o que vende su mero fantasear por verdadera filosofía, dándoselas de fecundo pen­ sador mientras derrocha poesía». De ese gong le parecían casi todos; Hegel era, en cambio, la excepción de pura prosa, cantada por Schel- ling. Pero Eichrodt no trazaba la diferencia a base de las gestas filo­ sóficas de su candidato, como hicieron los claustrales de Berlín, sino apelando al juicio de tas autoridades en la materia, que lo habían pro­ clamado «el único filósofo del todo fuera de serie», por muy dispares de las suyas que fueran las ideas filosóficas de aquél. Esas autorida

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