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68 HEGEL REDIVIVO fección ese aspecto del filosofar sin contentarse con conocerlo en su mera formalidad, sino que lo extiende a todo el objeto de la filosofía. Esa maestría en el arte de pensar ha hecho de él un descubridor, de modo que se le deben progresos sustanciales en todo su ámbito, y no una simple reelaboración y comentario de lo previamente conocido». Entre tales proezas enumeraba las de haber rescatado a la filosofía de las brumas románticas, no menos que del filosofar a palo seco de los kantianos, y haber integrado la de la naturaleza en el cuerpo de un sistema coherente. Pero recomendación tan calurosa no surtió efecto ante el minis terio, al menos de inmediato, quizás porque su jefe tuviera, como sos pechaba uno de sus cercanos conocedores, verdadero miedo a los filó sofos, «que alejan del auténtico aprender y actuar, imaginando domi nar el mundo con el aquelarre de sus abracadabras». Nos transmite esa impresión el historiador y estadista F. von Raumer, el cual visi taba a Hegel en el verano de 1816 para explorar secretamente, de parte de Schuckmann, su opinión sobre el estado de la enseñanza fi losófica en Prusia. El filósofo manifestó sus puntos de vista por es crito, pareciéndole a von Raumer valiosos y bien fundados. Otra cua lidad que espió en Hegel fue la de su dicción, sacando una impresión muy favorable, que extendía sin más a la fluidez y claridad de sus conferencias de clase. De lo que ciertamente carecía, según él, era de los muchos defectos habidos entonces por virtudes inseparables de un buen orador de cátedra, como el falso pathos, el gritar y enfadarse, los golpes de ingenio, la afectación, divagaciones, la petulancia y otros muchos dejes de gerundianismo profesoril. En ese erróneo sentido no podía atribuirse a Hegel buen decir. En parecidos términos se lo co municaba también a K. W. F. Solger, influyente profesor de filoso fía en Berlín y amigo de Hegel. Mientras se demoraba su llamada a Berlín, llegaba a sus oídos la noticia del traslado de Fries a Jena, y del plan de G. H . Schubert de partir para el extranjero con la esperanza de ser nombrado direc tor de una escuela de profesores. Esto, unido al hecho de sentirse ca da día más incómodo y mediatizado en el gimnasio bávaro, apretó el gatillo de su impaciencia hasta casi dispararse a mediados de 1816. A su amigo, el coleccionista de arte S. Boisserée, le confió que estaba pensando seriamente en Karlsruhe o en Reizenstein, donde podría
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