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G. ZAMORA 59 líos expositivos de su magisterio anterior deberían corregirse so pena de comprometer la doble misión de rector y profesor. A Hegel no se le pasaba por alto — y lo subrayaría en ocasión solemne, al despedir a su predecesor en el cargo— que era preciso evitar «malentendidos entre la abstracta enseñanza de la ciencia y la concreta frescura de la pleni- tud vital de la juventud». El acto de homenaje a un hombre que ha­ bía dedicado cincuenta años al servicio de aquel gimnasio le pareció el más oportuno para acentuar alguna de sus propias convicciones en ma­ teria de educación: por ejemplo, que los gérmenes de la sabiduría, plantados tempranamente en el corazón, son los que sobreviven con nosotros a todos los cambios de la existencia, dándonos fuerza y lle­ vándonos; o que la importancia de la formación (Bildung) es tan grande, que quien la posee dista de quien carece de ella tanto como éste de una piedra... Las expresiones de Hegel parecen dimanar del fondo de su propia experiencia, y reflejar la tesitura de un hombre en plena madurez. Al asumir él la responsabilidad en el nuevo cargo, la instrucción se reorganizó, creándose como estadios preparatorios un pro-gimna­ sio y una escuela primaria. Schelling colocó también en Nuremberg a su discípulo G. H . Schubert, al cual escribía desde Munich el 27 de octubre de 1808: «No vas en desagradable compañía. Encontrarás allí, como rector del gimnasio, a H eg e l; por colega tendrás al bohe­ mio filólogo Kanne; Nuremberg es todavía un centro de relaciones literarias y comercio librero...». Los contactos de Schubert con H e ­ gel fueron efectivamente agradables, salvo en política, pues el segun­ do no celaba sus simpatías por Napoleón, y tarareaba con frecuencia, a veces por rutina, una canción de afrancesado, molestando a cuantos en el gimnasio bávaro eran todo lo contrario. Schubert consultó sobre el particular a su maestro, y Schelling respondía en la primavera de 1809 que las opiniones políticas de Hegel sobre la historia contemporánea eran indudablemente acertadas, aunque su modo de exteriorizarlas pudiera no verse, a su vez, libre de política. Y definía a nuestro filó­ sofo como un ’pura prosa de pies a cabeza’, providencial remedio con­ tra el sentimentalismo de una ’época superpoética como la nuestra’. En cuanto espíritu tan negador superara su mefistofélica pasión, po­ dría aportar el mejor correctivo para aquella enfermedad. Hubiera o no en ello su dosis de ironía, la figura de Hegel emergía como un pro

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