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54 HEGEL REDIVIVO que, al parecer, se había pasado del krausismo al hegelismo, la expo­ sición de Hegel había mejorado mucho, y el excelso espíritu que lo animaba sería capaz de señalarle a uno la esfera de lo mejor. Por esa esfera se sintió imantado ya entonces el futuro sucesor de su maestro en la cátedra de Berlín (1835), G. A. Gabler. Aunque todo hacía suponer fuera capturado por Fries y los suyos, tres de los incondicionales de Hegel lo arrastraron a los pies del maestro, y una vez allí se sintió arrebatado como por una revelación, a la que siguió la conversión, hegelizándose tan hasta los tuétanos, que él mismo no duda en comparar el fenómeno a un segundo nacimiento. En virtud de esa crisis puso en entredicho, o mejor «epokhé» perpetua, como él dice, las ciencias adquiridas, comparándolas a noche de ignorancia o a simple material, y se entregó enteramente a la filosofía de lo ab­ soluto, cuyos evangelios serían pronto la Fenomenología del espíritu, y luego la Lógica y la Enciclopedia. Mientras algunos de sus condis­ cípulos se daban al estudio de la filosofía hegeliana por el prurito de negar las precedentes, o cautivados someramente por la magia irradiada en expresiones del sabor de las citadas — absoluto, fenome­ nología, etc— o, en fin, porque la personalidad de Hegel tuviera pa­ ra ellos algo de hechiceresco, Gabler y otros se sentían fulminados en lo más íntimo por sus principios. Testigo cualificado de la veneración esotérica con que se miraba a Hegel dentro de su círculo, no se recata en escribir los extremos a que llegaba. «Por todo cuanto de él procediera se sentía un respeto casi supersticioso. El ’maestro’ era para ellos un ser superior, ante el cual lo propio les parecía despreciable nonada. Y esa veneración se extendía a todo cuanto se relacionaba con la vida de aquél, por ba- ladí que fuera. Detrás de cada palabra suya querían vislumbrar una verdad arcana. La seducción ejercida por su persona era como un flui­ do que se infiltraba especialmentne a través de la mirada y la sonrisa. Si el mirar centelleante del pensador en trance — del «gran ojo de H e­ gel», dice Gabler— podía infundir pavor, se desvanecía con la dul­ zura y amabilidad de su expresión. En cuanto a su manera de sonreir, «había en ella algo del todo peculiar, que en muy pocos hombres he observado... En la benevolencia de la misma aparecía al propio tiem­ po algo cortante, acre y doloroso, irónico o sarcástico, un mohín que delataba interioridad muy honda: como el rayo de sol que irrumpe

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