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V IC E N T E M U Ñ IZ 377 El ideal estructuralista es aquí, como en otras muchas ocasio­ nes, buena meta. La estructura de cualquier realidad es algo más que la mera reunión de sus ingredientes, pero ese algo más no se alcanza sin antes haber determinado dichos ingredientes. Sin antes haber rea­ lizado labor de análisis. Tratándose del símbolo, el análisis recae primordialmente sobre tres clases de elementos: lingüísticos, gno- seológicos y metafísicos. Pero sucede que estos elementos se en­ cuentran de tal manera entrelazados que resulta espinoso fijar sus límites. Otro tanto sucede con cada uno de ellos respecto de la totalidad del sistema a que pertenecen. Así, por ejemplo, el sím­ bolo dentro de su dimensión lingüística participa de la triple fun­ ción del lenguaje, emotiva, apelativa y representativa, siguiendo todas sus vicisitudes. Por ello, la labor analítica de los elementos del símbolo es puramente metodológica. Su única pretensión es la de clarificar en sus respectivos ámbitos los elementos metafí­ sicos, gnoseológicos y lingüísticos e indicar los puntos en que se entrecruzan y, a veces, confunden. La primacía del ser sobre el co­ un acuerdo inconsciente entre la afectividad del genio poético y la afectividad también inconsciente, de la comunidad idiomàtica a la que el genio poético perte­ nece. Lo característico de la metáfora es la unión de dos realidades diversas en una «sola imagen». Unión que obedece a alguna semejanza o analogía bien descu­ bierta por la afectividad del poeta bien porque las cosas mismas la patentizan. Hay por tanto en la metáfora un elemento de ficción, pero también un elemento de objetividad. Cuando la metáfora pierde totalmente este elemento de objetividad traspasa ya sus fronteras y penetra en el ámbito alegórico. La alegoría, en efecto, tiene com o rasgos fundamentales la transitividad de la imagen y su ficción. A esto cabe añadir una cierta continuidad comparativa o de narración. Consideremos la alegoría en la concretez de la parábola evangélica de la cizaña y el trigo. Cada una de las imágenes: el sembrador, la cizaña, el trigo representa estas mismas realidades objetivas. Pero por ficción dependiente de la libre decisión del poeta «imaginativamente» se las hace representar otras cosas: el sembrador es Dios; la cizaña, el mal; el trigo, los hombres buenos. No cabe duda, que sin la decisión libre poética de asociar estas diversas realidades nadie vería «sus semejanzas o analogías». Por ello, todo recurso alegórico ha de ser explicado posteriormente. Y en esta explicación se halla siempre la perfecta trans­ mutación de la imagen. El trigo re-presenta el hombre bueno; el sembrador re­ presenta a Dios, etc. La imagen, cuando se depotencia hasta el punto de conservar sólo su dimensión designativa, se convierte en signo. En el signo, la imagen pierde su función «re­ presentativa», pierde su contenido propio y pasa únicamente a «señalar», a marcar la dirección hacia otra cosa que no es ella misma. La mente, entonces, no se fija propiamente en el signo sino en la realidad que señala, la realidad a que nos remite. La analogía es, en todos estos recursos literarios, com o el fondo o campo o contexto que posibilita su desarrollo. La analogía ofrece com o característica propia la objetividad de lo semejante, y, por contraposición, de lo desemejante. Para una más detallada exposición, cf.: St. J. Brown, The World, of Imagery. Londres 1927, p. 18; N. Fiedman, Imagery: From Sensation to Symbol, en The Jour­ nal o f Aesthetics and Art Criticism , X II (1953) 31.

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