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F. J. CALASANZ 1 4 7 En su nacimiento, las instituciones suelen encuadrarse en un esquema simplicísimo: unas leyes sencillas, las necesarias para en­ cauzar la vida comunitaria. Pongamos como ejemplo la primitiva vida franciscana cuya norma de vida es conmovedoramente sim­ ple: «La regla y vida de los frailes menores es vivir el santo Evan­ gelio». Con el tiempo, la norma primitiva se va poblando incons­ cientemente de adherencias que intentan apuntalar la firmeza de los compromisos. Y, en tiempos de exacerbado espíritu juridicista, la legislación se sobrecarga con nuevos preceptos. Al cabo del tiem­ po se ha formado un bosque de costumbres particulares, de tradi­ ciones singulares, de interpretaciones locales que impiden la visión de la cristalina norma primera. Las glosas subjetivas han engor­ dado el original con enmiendas, tachaduras y borrones. Y viene un momento en que se impone la poda. Francisco de Asís escribió la norma de vida de los frailes con pasmosa sencillez y brevedad. Con un estilo tan límpido que lo entiende un niño. Todo lo que quería decir lo dijo. Pero en el transcurso de los siglos se fueron añadiendo leyes, glosas, costumbres. El fundador no quiso la regla de San Benito ni de San Agustín. Rechazó con humildad pero con santa energía el estilo de vida de los monjes. Y aquí está la paradoja: el concepto monacal de la vida se ha infiltrado desca­ radamente en la legislación. Se han copiado servilmente multitud de costumbres monacales que oscuren la intención original de la regla. La renovación que hoy exige el Concilio tiene como punto de partida el «retomo a las fuentes y a la primitiva inspiración de los institutos». La revisión a fondo es, en la intención conciliar, como un crisol que probará lo que era oro puro y lo que no era más que chatarra inservible. Con el correr de los tiempos, las instituciones se han cargado de un peso muerto y de un bagaje inútil. Incluso de formas de vida que —en circunstancias históricas determinadas— eran eficaces porque eran actuales. Por motivos que no interesa ahora deter­ minar —sería muy difícil por otra parte— han perdido su vigen­ cia, se han quedado anticuadas. En este aspecto la línea conciliar es enérgica. No basta con encalar la fachada, con suprimir ciertos detalles sin importancia dejando intacta la legislación por sentimentalismo. La revisión debe hacerse «a fondo». Quiere decir que la poda tiene que ser enérgica. La voluntad de la Iglesia es rotunda y clara: "hay que revisar ade­ cuadamente las constituciones, directorios, libros de costumbres, de

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