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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 73 pueden ser herencia ibérica. Como nuestro embozado pesimismo, nuestra inquietud insatisfecha y nuestro lirismo, mitad soñador y mitad melancólico, pueden constituir el legado, rentable todavía, del pueblo celta que ocupó un día una parte de nuestra Península. Junto a este fundamental sustrato hay que colocar otro de extraordinaria importancia valorativa: el romano. Quizás nuestra deuda étnico-racial para con el pueblo nacido junto al Lacio no suponga un gran dividendo pasivo, pero la cultural constituye, sin duda, una suma muy respetable. Nuestro carácter histórico-existen- cial, moldeado un día por las leyes y las costumbres romanas, sigue aún hoy fuertemente apoyado en el hecho, todavía operante, de nuestra romanización. Romanización lenta, pero intensa. Ferozmen­ te resistida en un principio, pero ardorosa e ilusionadamente acep­ tada después. De los romanos aprendieron nuestros antepasados a sentirse, y serlo, un pueblo organizado y trabajador, un pueblo há­ bil para las ciencias y las artes, un pueblo culto y de valores trans­ cendentes. Pero es, acaso, en la columna de lo artístico-literario donde pre­ cisamente nuestro debe para con Roma nos ofrece los más fuertes sumandos. A ella, por de pronto, le debemos nuestra lengua y, en proporción considerable, el genio gloriosamente singular de la mis­ ma. A ella, posiblemente, le debemos también la configuración pre- ponderantemente analítica de nuestro pensar. De aquella «magna parens» del derecho es muy posible que heredáramos nuestro prag­ matismo, plasmado luego en nuestros castizos refranes y en nuestra afición a lo gnómico y aforísmico. Y quizás también aprendimos de ella nuestro desdén por lo acicalado, airoso o etéreo, contrapesado romanamente por la robustez de las formas y la rotundidad de las frases o de los períodos. Y a ella, en fin, tal vez le adeudamos, en parte cuantiosa al menos, nuestra solidez discursiva, nuestra elocu­ ción virilmente enérgica y nuestra expresión lógico-literaria, estam­ pilladas de claridad y de justeza. Y junto a estos dos sustratos, o sustrato y adstrato, si se pre­ fiere para el romano esta segunda denominación, sería miópico no reconocer en el alma de nuestro hispanismo la actuación perenni­ zada desde su datación histórica de otros dos superestratos: el ger­ mano, rubricado en visigodo, y el árabe. No resulta difícil ciertamente reconocer la presencia actuante de estos dos elementos en nuestra psiqué histórica. Sí, en cambio, lo parece su apreciación valorativa. Por eso, nada tiene de extraño que se haya producido de hecho una notable disparidad de opinio­ nes y de posiciones críticas respecto a esa valoración apreciativa.

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