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1 1 4 CARACTEROLOGIA GENERAL DE LA. por la angustia metafísica que les impide figurar entre los humanos arreligiosos. De todas formas, aún en nuestros románticos cristia­ namente creyentes, su religiosidad es acaso más de sentimiento que de fe, más por estética poética que por hondas convicciones. Casi todos nuestros románticos sienten una gran añoranza por lo religioso, cosa que arranca no pocas vibraciones sentidas y emo­ cionadas a las cuerdas de su lira. Entre los cultivadores de la prosa narrativa romántica hay un claro predominio de los sinceramente creyentes e influenciados felizmente en sus creaciones literarias por su religosidad: Fernán Caballero, Gil y Carrasco, Navarro Villos- lada, Amos de Escalante, Víctor Balaguer, Antonio de Trueba, Lean­ dro Herrero, Patxot, Pastor Díaz, el mismo Fernández y González, Pérez Estrich y tantos más. Aún los mismos novelistas más libe­ rales no se muestran casi nunca irreligiosos y lo más que suelen hacer es desfogarse contra la Inquisición y mostrar de cuando en cuando sus malos humores anticlericales. En el teatro postromán­ tico destacan igualmente los autores altamente beneficiados en sus recursos estéticos por sus buenos sentimientos religiosos, como Ventura de la Vega, o incluso acendrada fe y sana moral, como Ta- mayo y Baus y López de Ayala. Y junto a éstos pueden figurar dig­ namente el Marqués de Molins, Díaz Rubí, Marcos Zapata, Eguílaz, Narciso Serra, Florentino Sanz con algunos otros. Indudable in­ fluencia y hasta preocupación religiosa se advierte en los llamados novelistas de tesis, Pérez Galdós, Alarcón y Juan Valera, si bien sus ideas y sentimientos religiosos dejan bastante que desear. Todo lo contrario sucede con Pereda, «católico por los cuatro costados», como lo calificó su paisano y amigo Menéndez y Pelayo, y con Pardo Bazán, y con el P. Coloma. Bastante aséptico de religiosidad se muestra Palacio Valdés, aunque en algunas obras se introduce como elemento de ambiente, pero nunca llega a cuajar un hondo y acen­ drado sentido de su valor. Y no faltan ocasiones en que ese valor queda bastante malparado. Indudablemente el oro religioso de más altos quilates lo encontramos en este siglo entre los eruditos, crí­ ticos e investigadores, como Amador de los Ríos, Milá y Fontanals, Menéndez y Pelayo y el grupo de colaboradores de la B. A. E. A ellos hay que unir al insigne Balmes, a pesar de sus defectos y descuidos literarios, y a los magníficos oradores Donoso Cortés y Vázquez de Mella. En fin, en el siglo xx, después de unos años de snobismo arreli- gioso o incluso irreligioso y más que nada quizás anticlerical, re­ presentado por algunas de las, por otros conceptos, gloriosas figu­ ras literarias del 98 y sus satélites, amén de un grupo de aberrantes

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