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ABILTO ENRIQUEZ CHILLON 111 época es en el «Códice de autos viejos», verdadero cofre de humil­ des preciosidades literarias y de exquisiteces cristianas en un transfondo de deliciosas esencias primaverales. De tipo religioso son también, aunque en distinta forma, las danzas, las cortes y los coloquios de la muerte que siguen pululando en este período. En el siglo xvn la religiosidad hispana se abarroca y enriquece de calidades hasta alcanzar las más altas cimas literarias con los autos sacramentales. Son ellos la más elevada culminación no sólo del teatro, sino también de la Teología y de la Sagrada Escri­ tura en función de fuentes y de elementos literarios. Uno no se explica cómo el gran maestro de nuestra crítica histórico-literaria, Menéndez y Pelayo, pudo poner por encima de ellos en valores teológicos al «Condenado por desconfiado», de contextura teoló­ gica tan endeble y de apreciaciones morales difícilmente sosteni- bles. Pero la virtualidad literario-religiosa en alas del barroquismo pretende llegar más allá todavía en sus aspiraciones y se lanza, como todo lo barroco, hacia lo infinito inaccesible. Por eso, la pléyade gloriosa, artífice de nuestro gran teatro nacional, Lope, Tirso, Calderón, Guillén de Castro, Ruiz de Alarcón, Vélez de Guevara, Mira de Amescua, Rojas Zorrilla, Moreto, Cubillo de Aragón, Bances Candamo y Sor Juana Inés de la Cruz, por ceñirnos tan sólo a los de primera fila, al mismo tiempo que resultan unos auténticos colosos en lo literario, nos producen también la im­ presión casi todos ellos de ser unos titanes prometeicos empe­ ñados en robar a los cielos los más recónditos misterios de la Teología, las más virginales bellezas de la Sagrada Escritura y los más delicados sentimientos de la más acendrada religiosidad. Y muy parecida a ésta es la impresión que nos producen esos inmensos poetas de nuestra época barroca, Góngora, Pedro Espi­ nosa, Sotomayor, Villamediana, Soto de Rojas, Bocángel, Juan de Jáuregui, Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco de Rioja, Ro­ drigo Caro, Fernández de Andrada, Quevedo y los Argensola. Si bien hemos de reconocer que las calidades de lo espiritual cris­ tiano en sentimiento y en elevación ideológica quedan a bastantes kilómetros de la altura y perfección logradas por los dramaturgos. Pero cuando el anhelo y proyección al infinito descienden de las alturas poéticas a la llanura de la prosa, la impresión que nos producen sus autores ya no es la misma. Esa impresión no es la de aquella grandeza estética casi sublime que suspendía nuestro ánimo entre la sensación de una audacia sobrehumana en la esca­ lada de la belleza y un fracaso ante lo irrealizable de la hazaña, pero ureolado de una gloria inmortal. La impresión que nos pro

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