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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 109 nuestro sin par romancero. También en él podemos descubrir deli­ cada religiosidad y elevados sentimientos espiritualistas. En el siglo xvi nuestra religiosidad literaaria se hace audaz­ mente imperial y aventureramente extravertida. Se siente, identi­ ficada de algún modo con el Emperador, heroica defensora de la «Cristiandad». Nuestros escritores renacentistas, sean didácticos, como los humanistas; o sean poetas italianizantes, Boscán, Gar- cilaso, Gutiérrez de Cetina, Acuña; o autores de teatro, Torres Naharro, Gil Vicente; o cultivadores de la novela caballeresca o picaresca; o bien historiadores del Emperador o de Indias. Todos ellos sabrán conservar y cultivar los valores del espíritu cristiano y de una sincera religiosidad frente a las corrientes paganizantes de la época. De todos ellos puede aún garantizarse su fidelidad y firmeza en la fe, en lo que de ellas puede colegirse de sus obras. Quizás del único que no podemos colegir nada positivo en lo religioso sea Garcilaso. En sus poemas advertimos una asepsia total de religiosidad. Pero no los encontramos irreligiosos, sino a lo sumo laicos. Sin embargo, el delicado y melancólico autor de las «églogas», a pesar de lo enamoradizo de su corazón, fue since­ ramente religioso de mente y sentimientos. Pero ya en este período de nuestra literatura empiezan a percibirse las consecuencias un tanto amargas de las luchas religiosas con desviacionismos ideo­ lógicos, si bien no anti o irreligiosos. Tal sucede con los erasmis- tas y con los simpatizantes de la Reforma, como los Valdés. Durante el reinado de Felipe II la religiosidad de nuestros lite­ ratos se hace reflexivamente señorial, intensificando sus tintes austeros, pero también dejando rasgar en sus compactos muros algunos resquicios por donde exhibe sus ligeros atavíos de escep­ ticismo, nebulosamente introvertido, un espíritu de crítica velada- mente anticlerical ante ciertas posturas religiosas: Cervantes, la Picaresca. La retirada del Emperador a Yuste y su muerte inciden, calando fuertemente en él, en el ambiente religioso español y lo como saturan de nostalgias espirituales y de nuevas vitalidades ascéticas. El Rey Prudente hereda de su padre el papel de defensor de la Cristiandad y asume el de ejecutor de los cánones de Trento. La religiosidad hispana —también la de sus literatos— se contagia de combativismo antiherético. Pero se hace igualmente sólida y severa, bíblica y medida como un silogismo: los grandes escolás­ ticos y humanistas. En la lírica advertimos y admiramos «un pro­ ceso de espiritualización de signo cristiano o platónico que alcanza a casi todos los poetas» y que en gran parte y los mejores: Fray Luis de León, Herrera, «el divino»; Aldana, «el humanista y ana

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