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AB1LI0 ENRIQUEZ CHILLON 101 que una edad entrega a la siguiente nunca será idéntico al que ella recibió. La tradición no sólo es la sustancia de la historia, como decía Unamuno, sino su vida. Si algo hay en ella — en la historia— que no se reduzca a ruinas o subsuelo para entretenimiento de ar­ queólogos o a sepulcro de documentos para dar quehacer a inves­ tigadores, ese algo es la tradición que pervivirá siempre, a pesar de todos los atentados para asesinarla. Pero el que esa vida sea más o menos letárgica o robusta y exuberante dependerá en gran parte del aprecio y cultivo en que la tenga cada edad. Así, unas veces y en algunas especies de valores su caudal a entregar habrá aumen­ tado, en otras, disminuido y en las más habrá sufrido modificacio­ nes, beneficiosas a veces y a veces quizás perjudiciales. El valor literario, integrante sustantivo de ese caudal, está tam­ bién sujeto a semejante fenomenología. Pero hay literaturas en las que el depósito que unas épocas transmiten a las siguientes resulta tan modificado que apenas le queda parecido con el que ellas habían heredado. Son las literaturas poco o nada tradicionales. En otras, en cambio, ese caudal, aunque naturalmente modificado en múl­ tiples aspectos, da la impresión — que corresponde a una realidad— de haber sido transmitido con una integridad sustancial reveren­ temente conservada. Es el caso de las literaturas tradicionalistas. Entre éstas, como caso típico, destaca la española. En nuestra literatura existe todo un serial, rico y armónico, de temas, motivaciones, caracteres y tendencias literarios que, con renovada vitalidad en cada época, vemos presentes en todos sus géneros. Estos temas, motivaciones, caracteres y tendencias dieron vida y prestancia a los cantares de gesta. Y siguieron vivificando pródigamente nuestras crónicas. Y se renovaron con lozanía pri­ maveral en nuestro romancero. Y nutrieron de vigor esplendoroso todo nuestro imnenso teatro, el medieval y el renacentista, el barro­ co y el neoclásico, el romántico y el moderno. Y animaron con va­ liosas aportaciones gran parte de nuestra novelística, sobre todo la caballeresca y la picaresca, la histórico-romántica y la realista- naturalista. E irrumpieron con fuerza de pura sangre en la lírica y hasta en la ascético-mística. Y todo esto a través de casi diez siglos y a pesar de los cambios de gusto y de sensibilidad que ine­ luctablemente los nuevos tiempos y las nuevas ideologías han ido imponiendo en la compleja vida del arte. Este hecho, perfectamente comprobable en un análisis un poco serio y detenido de nuestra historia literaria, es el que ha llevado al insigne maestro de tantas cosas, Menéndez Pidal, a formular su ya célebre teoría de «los frutos tardíos». En todas las épocas de

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