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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 9 7 constituyen la épica más popular de todas las conocidas hasta la fecha. Archipopular es nuestro exquisito y primaveral romancero y lo son también las crónicas medievales por su sencillez narrativa y su entronque con las gestas y romances. Y la misma épica rena­ centista y el epicismo romántico son mucho más populares que cultos. Sus asuntos, sus formas métricas, su factura artística son perfectamente asequibles en casi su totalidad integral a la mente, a los gustos y a la misma cultura populares. Y nuestra lírica, desde las jarchas y la poesía galaico-provenzal hasta sus manifestaciones más modernas, pasando incluso por la renacentista, la barroca y la romántica no ha perdido nunca su carácter popularista. Gran parte de su temática está extraída de estratos populares. Y en la forma, estrofas, versos y rimas, hasta los mismos poetas cultos adoptan casi siempre lo más sencillo y transparente, que por ser así resulta también lo más popular. Son muy contados los casos en que nuestros poetas líricos se han apar­ tado de lo popular. Aun los que lo hicieron, como Mena, Góngora o Juan Ramón Jiménez, no fue en la totalidad de sus creaciones. Todos ellos cultivaron —y con gran acierto— las formas populares. Eminentemente populares, leídos y gustados por el pueblo, han sido nuestros mejores poetas de todos los tiempos y de todas las lati­ tudes hispanas: Berceo, el Arcipreste de Hita, el Marqués de San- tillana, Fray Ambrosio de Montesinos, los Manrique; algo menos Garcilaso, Fray Luis de León y Herrera; en grado sumo Lope y mu­ cho nuestros delicados y deliciosos poetas místicos o versificadores a lo divino; notablemente Quevedo, los Argensola y los Fernández Moratín; enormemente los románticos y no poco un buen número de los modernistas y actuales. Pero sin duda el más popular de nuestros géneros literarios, y en todos sus aspectos, ha sido el dramático. El teatro nace en el pueblo y para el pueblo, puesto que la Iglesia, primera nodriza del teatro medieval, desarrollaba el género para la instrucción religosa a la vez que para pasatiempo del pueblo. Después es el pueblo el que vive el drama, la comedia o el melodrama, también a veces la tragedia; el artista los recrea y de nuevo el pueblo vuelve a revi­ virlos. Es la vida, la conciencia, los conflictos y los héroes popu­ lares los que una y otra vez, época tras época, son llevados a las tablas. Y es el pueblo no sólo el que llena los corrales y teatros, sino también el que influye poderosamente en los autores para crear, reformar y eliminar elementos tras una y otra representación según el gusto popular. Y todos nuestros buenos dramaturgos han gozado siglo tras siglo del favor y del fervor populares: Manrique, del En- 7

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