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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 9 3 mente amordazar esas cualidades en el momento de alumbrar una obra bella sería una actitud estúpidamente suicida. Y en definitiva habrá siempre que tener presente que el verdadero artífice de todo arte es la inteligencia. Los más grandes artistas serán siempre los más felices encarnadores de ideas bellas. El realismo, pues, no podrá sobrepasar nunca la categoría de auxiliar, aunque dentro de ella sea el número uno. En su utilización los españoles — por lo demás tan malos economistas y financieros— han demostrado siem­ pre un buen cálculo literario. Es cosa clara que los recursos del realismo son prácticamente inagotables, como su fuente, mientras que los del idealismo no cuentan con tan copiosas reservas. No creo que pueda tacharse de exagerada la afirmación que todo nuestro arte, en cuanto producción de raza, es auténtica y magníficamente realista, en la única manera, serena y armónica, en que lo puede y debe ser el arte. Y esto desde las espléndidas manifestaciones del arte prehistórico, palpitantes del más feliz rea­ lismo, hasta las últimas manifestaciones del momento actual, salvo las, para mí, aberraciones del sobrerrealismo, del cubismo o del arte abstracto. Los cultivadores de este último sobre todo han olvidado algo tan elemental como es que el arte no puede vivir de abstracciones, sino de realidades vivas. Sigo creyendo, después de conocer el arte abstracto, que tenía mucha razón Vico cuando afirmaba que «el arte, al revés de la filosofía, es tanto más verda­ dero cuanto más desciende a lo particular». Y me parece que tam­ bién son dignas de ser recordadas unas frases de Menéndez y Pe- layo: «El arte, como la historia, tiene algo de concreto, limitado y relativo; lo abstracto y lo general lo matan». No obstante la reconocida preponderancia del realismo sobre el idealismo en el arte español, volvemos a repetir que lo verdade­ ramente característico de nuestras bellas letras en este terreno es la conjunción, equilibrada y rítmica, de ambos elementos, su dosificación en proporciones de lograda justeza, su afielamiento entre peso y contrapeso con compensaciones oportunas para cada uno de los platillos. Por ello, hasta las obras de más desgarrado realismo y de más transida humanidad de nuestra literatura, como, el Lazarillo o el Buscón, las encontramos siempre templadamente dosificadas de un oportuno idealismo. Como por contra, las más idealistas, como el Quijote, la Vida es sueño, D. Alvaro, resultan paradójicamente encarnaciones o tipificaciones de la realidad ideal. E indudablemente es en esta equilibrada e inteligente dosificación donde reside el secreto o la clave de esa belleza, tan agradable y típica, de las creaciones hispanas. Con su peculiar maestría ha

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