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9 0 CARACTEROLOGIA GENERAL DE LA. profundamente enraizado en la vida, porque lo provoca la vida interior del artista y lo motiva la observación sutil, real y directa de la vida y porque infunde y comunica vida a sus obras. Por eso es también tan variado y hasta tan contradictorio en ocasiones: optimista o pesimista, alegre o tétrico, presentado con matices serenos o con trazos de fealdad macabra, según la circunstancia vital en que se ha producido o el valor vivencia! que le ha deparado el tema. El artista hispano, por temperamento, siente el arte vitalmente. Yo diría que enamoradamente. Porque sabe o intuye que sin amor el arte carece de alegría vital y de ilusión creadora. Por eso su único móvil al producirlo es ese amor y la satisfacción biótica de dar vida perenne a unos sentimientos tan vivencialmente acariciados. Dijérase que el español sólo encuentra justificada su presencia en el campo del arte, como Antígona la suya ante el palacio de Tebas, «para compartir amor». Y esto desinteresadamente. Sólo porque ha considerado que esos sus pensamientos y sentimientos merecían la pena de ser vivificados por su arte. Incluso prescinde como móvil, a lo menos principal, para su arte de la búsqueda del favor del público o su halago. Podría decirse que para todos nuestros artistas ha sido siempre válida aquella advertencia de Wagner: «Cuando el arte va sólo en busca del favor del público su decadencia es in­ minente». Acaso pudiera aseverarse que la teoría del arte por el arte, en lo poco que ella tiene de aceptable y realizable, ha sido llevada a la práctica por los mejores artistas de Iberia. Y, si algún pragma­ tismo pudo anidar en sus mentes creadoras tal vez lo fue tan sólo el de procurar a sus semejantes el placer divino de lo estético, deleitando por junto su corazón y su mente. Pero a esta procura­ duría no puede haber sido ajena otra noble intención, la de hacer al lector un poco mejor por medio del arte de la palabra. Este pragmatismo sí que aparece claro a lo largo de toda nuestra historia literaria, e incluso expresamente afirmado en las obras más capi­ tales de la misma. Así «El libro de Buen Amor», «La Celestina» y «El Quifote», por ejemplificar con títulos cuyo contenido no pare­ cería tal vez el más a propósito. Por ello, podría muy bien conside­ rarse como una de las constantes históricas de nuestras bellas letras la de producir en el lector una especie de catarsis. Fuera de este pragmatismo moral, no aparece claro, a lo menos a mi vista, otra especie del mismo. Precisamente, esa copiosa ano- nimia con que tropezamos a cada paso al examinar los ingentes depósitos de nuestro tesoro artístico en su septenaria variedad obe

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