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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 89 Por una parte, los que podríamos llamar «nuestros genios» no se han sentido nunca maestros, acaso por desdén de todo didactismo, al que tampoco ellos se sujetaron, o tal vez — y esto con más indi­ cios de probabilidad— porque estaban convencidos de la inutilidad en pretenderlo, dado que ningún hispano con talento se ha resig­ nado nunca a ser encasillado con la etiqueta de «discípulo». Desde otro ángulo, los mismos que han dado sus primeros pasos en algo parecido a escuelas, en cuanto se han sentido en posesión de unos principios, un poco de habilidad y un mínimo de técnica, han tra­ tado de emanciparse lo más rápidamente posible y evadirse, aunque fuera por la puerta falsa del corral, con un sentido de autovaloración quijotesca, erigiéndose en maestros autodidactas y en artistas au­ tóctonos. Pero, si todo individualismo es un andar arriesgado por un ca­ mino difícil, no lo es menos en el arte. Y uno de los tremedales en que el artista individual suele atollarse con más frecuencia es el de la devaluación de la técnica y el menosprecio de las reglas. Y aquí radica en gran parte la explicación de que un buen número de nuestros más preclaros ingenios en todo el campo de las Bellas Artes hayan resultado ser unos geniales anarquistas. Lope, Berru- guete, El Greco, Goya, son, entre otros similares, ejemplos clara­ mente tipificables. Pero semejantes devaluaciones y menosprecios no suelen hacerse sin un fuerte quebranto de la economía artística en los fondos de su perfección. El «porque sí» o «porque me da la gana» suelen ser la única razón de muchas sinrazones estéticas. Bien está que el artista se crea con derecho a expresar lo que siente, como dice Ortega y Gasset, pero con tal que se comprometa a sentir lo que debe. Como un efecto más de nuestro individualismo artístico me parece que debe considerarse el hecho, certeramente destacado por Menéndez Pidal, de que el arte es concebido entre nosotros como impulso vital, no como profesión de particular estudio. Sin embargo, no me parece tan atinada su otra indicación de que el artista his­ pano produce el arte para la vida, con un fin más o menos práctico o pragmático, incluso utilitarista ¿crematístico? Precisamente, por ser nuestro carácter colectivo tan aferradamente individualista, yo creo que la vida — individualidad intrasferible y principio diver­ sificante— con todo su acervo complejo de valores y de irradia­ ciones, no es causa final de nuestro arte. Si así fuera, lo unificaría y solidarizaría. Sí, en cambio, me parece causa eficiente y, por ser así, ineludiblemente lo diversifica. Para mí, pues, el nuestro no es un arte para la vida, sino un arte vitalista. Y lo es porque está

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