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ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 7 9 Renacimiento, el Barroco, el Neoclasicismo, el Romanticismo y hasta el Modernismo, no obstante su efímera existencia. No es que estos influjos los podamos creer fácticos de nuestro carácter lite­ rario puesto que por su misma datación, cuando el árbol de nuestras bellas letras estaba ya en buena parte formado, no han podido enri­ quecer con su savia precisamente los períodos de su formación. Pero todos esos movimientos, con mayor o menor efectividad, han dejado marcada su huella en el carácter posterior de nuestra lite­ ratura con perdurabilidad perfectamente constatable. Pero, entre todos estos factores culturales a los que debe reco­ nocerse deudora nuestra literatura en su carácter, sería imperdo­ nable, por manifiestamente injusto, el omitir la referencia a uno cuya aportación ha sido tan ingente, si no más, como la del más significado. Me refiero al cristianismo. Porque el cristianismo — léa­ se más bien catolicismo— es indudable que ha configurado y ma­ tizado, puede decirse que integralmente, el pensar y el sentir de la casi totalidad de nuestros escritores. El ha proporcionado el tema, el fondo y la ideología a una gran parte de nuestras mejores pro­ ducciones artísticas en todos los géneros literarios. El ha cons­ tituido igualmente para nuestros más eximios autores —una buena fracción de los cuales han sido incluso clérigos— un hontanar perenne de inspiración y un caudal inexhausto de bellezas estéticas. El cristianismo, en fin, ha ejercido un influjo decisivo y benéfico en la elevación conceptual, en la delicadez y exquisitez sentimental y en la sensibilidad espiritualizada de todos nuestros mejores lite­ ratos. N o t a p r e v i a a l a c a r a c t e r o l o g í a d e s c r i p t i v a . Antes de pasar a la enumeración analítica de esos que creemos caracteres generales, o constantes históricas, que diría Eugenio D’Ors, de nuestra literatura, juzgo aún oportuno hacer una adver­ tencia previa, que también insinúa Menéndez Pidal. Y es que, al admitir la continuidad o perennidad de esas características o cons­ tantes, no hay por qué caer en el fatalismo o determinismo histó­ ricos. Nuestros escritores han sido así y han escrito de una forma determinada, no por una necesidad vital intrínseca ni mucho me­ nos inducidos a ello contra su voluntad por agentes externos. Ni tenemos derecho a suponer siquiera que no hubieran podido ha­ cerlo de otro modo. Lo hicieron así, a pesar de todos los influjos, por su libérrima autodeterminación. Esto no destruye ni desautoriza lo que hasta aquí hemos venido sosteniendo sobre esos influjos. Es cierto que en esa libérrima

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