PS_NyG_1970v017n001p0067_0117

ABILIO ENRIQUEZ CHILLON 7 7 y en las cualidades anímicas que una atmósfera con constante capa de nubes y brumas, un paisaje montañoso y abrupto y un clima marítimo. Forzosamente el pensar y el sentir humanos no pueden escapar a esos condicionamientos. Y, si esto es así, lógicamente hay que deducir que ellos también tienen que jugar un papel semejante en las manifestaciones naturales y artísticas de esas dos fundamen­ tales vivencias humanas. Vivencias que son además los dos más firmes pilares sobre los que necesariamente tiene que asentarse para su elevación estable todo edificio literario. c ) F a c t o r e s c u l t u r a l e s . Al lado de estos dos tipos de factores caracterizantes que acaba­ mos de reseñar, nos reclaman un puesto honorífico en ese frente caracterizador los estrictamente culturales. Porque también las diversas culturas, sobre todo las artístico-literarias, que han con­ fluido en el campo de nuestra historia han dejado en él huellas per­ ceptibles de su paso a la vez que un impacto perennemente operante en el genio literario de nuestro pueblo. Entre esas culturas la primera plaza, por su antigüedad y por su importancia, corresponde a las dos denominadas por antono­ masia «clásicas», la griega y la latina. Indudablemente no resulta nada fácil el precisar hoy qué les debe en términos concretos nuestra Literatura Española a las helénica y romana. Y lo es sobre todo el matizar esos términos para los períodos anteriores al Renacimiento. Sin embargo, teniendo en cuenta por una parte el extraordinario prestigio de que, aún en la Alta Edad Media, gozaron siempre entre los eruditos esas dos literaturas; y por otra, el conocimiento directo que algunos de nuestros más calificados autores medievales tuvie­ ron de las obras helénicas y casi todos de las latinas — y, los que no directamente, a través de traducciones de unas u otras— no resultará aventurado suponer una influencia considerable de ambas literaturas en la nuestra medieval. Naturalmente que más de la latina. A estos dos considerandos hay que añadir que la mayor parte de nuestros autores medievales fueron clérigos, no sólo en el sentido que se daba entonces a este vocablo — clérigo equivalía a hombre de letras— sino en su sentido estricto, es decir, hombre pertene­ ciente a uno cualquiera de los grados de la jerarquía eclesiástica. Ello quiere decir que tenían que tener un conocimiento, conveniente a su rango, de la lengua latina, lo que no dejaba de ser una buena predisposición, cuando menos, para leer y apreciar su literatura. Y los que no fueron clérigos en este segundo sentido, sí fueron a lo

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz