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286 EL MUNDO EPISTOLAR DE EDITII STEIN póraneos, la fe en el Mesías y en la inmortalidad. Aquella fe y con ­ fianza en su Dios es lo último que le quedaba en su ruda lucha con la muerte (4.10.36-BA 93). Edith no duda en explicar la cerrazón de su madre al cristianismo y a la vida religiosa del catolicismo en conexión con aquella perdida de la verdadera fe judía, al menos en aspectos importantes, com o el mesianismo y la inmortalidad. «La fe en el Mesías ha desaparecido casi del todo en los jud íos de hoy, incluso entre los creyentes. Y casi otro tanto la creencia en una vida eterna. Por eso no he pod ido nunca hacer comprensible a mi madre ni mi conversión ni mi ingreso en la Orden. Y por eso sufre ahora duramente otra vez por la separación, sin que yo pueda decirle algo consolador. Debo escribirla, pero no puedo manifes­ tarle nada de lo esencial... Mas quizá justamente la separación (el «abandono», en labios de la madre) de la hija más pequeña, a quien amó siempre con predilección, y las pequeñas insinuaciones que a menudo he aventurado, produzcan en el fondo de su alma reacciones de las que nada asoma al exterior. S p em suam D e o c om - m itte r e !, dice San Benito» (19.7.36 - BA 90). En un pasaje parecido acerca de la muerte, aunque en relación con el suicidio y la esperanza en la inmortalidad personal entre los jud íos, había escrito ya Edith en la vida de una fam ilia judía: «La inmortalidad personal del alma no es artículo de fe. Todo esfuerzo queda en el aquende. Incluso la piedad de las gentes piadosas está encaminada a la santificación de esta vida. El jud ío puede durante años y años soportar, mientras tenga una meta a la vista, con tena­ cidad y sin desaliento ni fatiga, el trabajo y las privaciones más extremas. Mas si le falla ese hito, su tensión se aniquila, la vida le parece absurda y llega fácilmente a desecharla. Al verdadero creyente le impedirá, por supuesto, hacerlo su sumisión a la volun­ tad divina» (LJF 51). En esa sumisión y amor a la voluntad del Dios del Antiguo Testamento vivió siempre la señora Stein y en ella procuró educar a su numerosa prole. Tales virtudes integraron la fibra más recia de aquel carácter, a ju icio de su hija, el aglutinante que man­ tenía unida a la familia ya a lo largo de cuatro generaciones. En el lecho de muerte sigue siéndolo, y hacia ella se dirigen los des­ velos de todos, incluso de los nietos, repartidos por el planeta. Si — razona Edith a la luz de unas palabras de la epístola a los ro­ manos, que fueron «m i gran consuelo y alegría en el verano de 1933 en Münster, cuando mi porvenir era enteramente oscu ro»— S cim u s quon iam d iligen tibu s D e u m ..., esto «también ha de re­ dundar en bien de mi madre, pues ha amado de verdad a "su ”

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