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J. CALASANZ GOMEZ 345 Hemos afirmado que los inconformistas son necesarios en esta hora de revisión y reforma de estructuras. Pero no hemos de con­ fundir a los inconformistas con los «noveleros», con los amantes de toda novedad cualquiera que sea su origen y su signo. La novedad no tiene paso franco por el mero hecho de serlo. Exige una ponde­ rada reflexión y una mentalidad madura. De otro modo, acecha el peligro de despreciar por norma la meritoria labor que nos han legado los mayores. En definitiva, la puesta al día supone una con­ tinuidad en la tradición y en el magisterio eclesiástico. Nunca un corte violento. No en vano han insistido los Padres Conciliares — in­ cluso los más vanguardistas— que el Concilio se instalaba en una plataforma tradicional y que su intención era «continuar» en la misma línea de la historia de la Iglesia. La crítica libera de rebrotes superfluos a la disciplina eclesiás­ tica si es constructiva. Y deja de serlo cuando, olvidando la ponde­ ración y la caridad, cae en otro extremo sumamente peligroso: la arbitrariedad. Tal crítica destructora —agresiva, esnobista y pa­ sional— deforma escandalosamente la opinión pública. Y si esta crítica se realiza en órganos que se amparan en nombres prestigio­ sos, tales como prensa «católica», provocan instintivamente una reacción de asombro. Salvando caritativamente la intención y la buena voluntad de los responsables, hay que tomar decisiones se­ rias. Ante la «remoción» de una plantilla de redactores de una re­ vista, decía un crítico: «¡Cuánta paciencia! ». Los redactores de un órgano de prensa, de radio o de televisión no deberían hacerse cargo de sus puestos sin un previo examen de opinión pública. Por desgracia y por vergüenza, los inconformistas sin pondera­ ción y madurez proliferan en todas las latitudes. El Concilio tuvo que protestar reiteradamente ante la falta de ética profesional de periodistas que deformaban los hechos conciliares a capricho y contra los que se perdían en aburridas polémicas. Henri Fesquet, en su Diario del Concilio, deja constancia de los enérgicos reproches de Pablo VI a la Universidad de Letrán por sus «fastidiosas polé­ micas» (p. 339). Anteriormente, Juan XXI I I había denunciado la actitud original de quienes, por norma, se muestran disconformes con la disciplina eclesiástica — corno si todo fueran lagunas — mien­ tras que son tolerantes y, al parecer, admiradores amigables de sis­ temas hostiles a la Iglesia. Naturalmente, esta postura parece desconcertante. Cabe pregun­ tar de dónde procede tan desmesurada admiración por determinada política, por determinados sistemas económico-sociales, por deter­ minadas corrientes ideológicas que excluyen radicalmente a Dios, por determinados autores de filosofía y de literatura. No aparece

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