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344 LA OPINION PUBLICA EN LA IGLESIA orden de cosas, la única respuesta váiida es el asentimiento total a la verdad revelada y la adhesión cordial a la misma. Pero resulta que los dogmas definidos son muy pocos. Queda un campo inmenso, dentro de las exigencias morales del Evangelio y de la disciplina eclesiástica, donde la discusión honrada puede ejercer un gran in­ flujo. En este sentido, el Concilio Vaticano II nos ha dado un ejem­ plo de particular importancia. Hemos visto cómo la crítica positiva ha arrojado una luz nueva sobre problemas de la más delicada ac­ tualidad. Temas como el de la libertad religiosa, el ecumenismo, el mundo moderno, la propiedad privada, etc., indican el valor de la crítica constructiva para formar estados de opinión. Parecían problemas clausurados y, sin embargo, la crítica sana demostró cuán frágil era su base. La lección se impone con claridad: no po­ dernos clasificar como inmutables valores que la experiencia ha comprobado sujetos a modificación. Brota así dentro de la Iglesia una actitud básica de respeto al prójimo y a sus ideas aunque, en determinados casos, sean distintas de las propias. La crítica cons­ tructiva ha hecho posible un gran respeto a la opinión pública. Desde esta perspectiva se comprende mejor la frase enérgica de Pío XII cuando denuncia como extremo vicioso el «mutismo ser­ vil». El célebre P. Häring llega a afirmar que «de igual modo ne­ cesita la Iglesia, sobre todo en épocas de transición, de los no con­ formistas, es decir, de los descontentos, que no aceptan ni estiman como perfectamente bueno e intangible todo cuanto hasta el pre­ sente se ha practicado o tenido por opinión pública predominante». Conviene recordar, como glosa a estas valientes palabras del teólogo alemán, que la Iglesia está instalada en la historia de los hombres y que ésta sigue un proceso dinámico que arrumba en el desván de los trastos viejos costumbres y formas sociales que tu­ vieron vigencia en otras épocas porque entonces eran actuales. Hoy, con el correr de la vida, quedan descartadas porque carecen de ex­ presividad y de contenido. La crítica sigue podando viejas tradicio­ nes fosilizadas y lo seguirá haciendo para que en su labor de depu­ ración no quede más que lo inmutable y sustantivo. Lo que ayer fue actual hoy se ha convertido en decadente, inautèntico y, por lo mismo, inservible ante la avalancha de los «signos de los tiempos». El inconformismo responde a la necesidad de «aggiornamento», de puesta al día, dentro de la Iglesia. Es una exigencia de su ser-en- para el mundo que sigue su ritmo ascendente de modo implacable. La «poda» del Concilio ha liberado a la Iglesia de un lastre peligroso de siglos. Esperamos con serena impaciencia la «poda» del Derecho Canónico y la de las legislaciones particulares, ya en marcha.

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