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362 LA OPINION PUBLICA EN LA IGLESIA Si las cosas van por su cauce —y éste es el propósito de toda sociedad bien ordenada— la opinión pública defiende los intereses comunes. Conviene, entonces, que haya opinión pública y que se ma­ nifieste libre y espontáneamente. La opinión del pueblo es un ele­ mento de primer orden para conocer qué piensa la gente sobre las noticias que se producen. De este modo, el Gobierno puede orien­ tar la vida pública y contar con todos los resortes para que sus pro­ gramas de acción tengan el respaldo popular. Así nacen las grandes empresas: arropadas por la aquiescencia y la ratificación del pue­ blo que es protagonista del cotidiano vivir. Si la autoridad obedece a otros imperativos no justificables, se crea un ambiente de mal estar. En el mejor de los casos, el pueblo se inhibe y rehúsa toda colaboración, ya que piensa que se prescinde de él y que, en defi­ nitiva, no tiene ni voz ni voto. La autoridad que vive atenta al pro­ ceso histórico y vital de los hechos capta las impresiones del pueblo y se enriquece con los datos que éste le presta. Cuando, por el contrario, la autoridad margina o frena la ver­ dadera opinión pública corre el riesgo de dar palos de ciego. En efecto, toda acción de espaldas al pueblo resulta violenta y la vio­ lencia puede forzar en determinados casos, pero no se convence. Si la opinión pública se ve amordazada, surgen impensadamente corrien­ tes subterráneas, opiniones interesadas que, al esquivar el control legal, pueden corromper la mentalidad de la gente sencilla. Y queda la posibilidad de comprobar que, en un clima inhóspito y duro, no se manifieste ningún género de opinión porque ha llegado a des­ aparecer. Este sería un síntoma gravísimo de desintegración de la sociedad. Sociedad y Gobierno se prestan una ayuda mutua de capital im­ portancia si reina en el país una opinión pública honesta y expresa. La opinión favorece el diálogo constructivo y la planificación de empresas comunes de largo alcance. Desde el punto de vista cató­ lico, la Iglesia conoce y aprecia en su justo valor la opinión pública que asegura la continuidad de sus tareas aunque, por ley de vida, cambien los gobernantes. La Iglesia arriesga el sudor de generacio­ nes que han trabajado con lealtad si depende de la voluntad — tan frágil y tan voluble, a veces— de los gobernantes. Por eso urge la necesidad de una opinión pública y no se fía de los privilegios que eventualmente pudieran concedérsele. Todo católico responsable acepta como un deber la defensa de los intereses de la Iglesia. Pero cuando la opinión pública entra en crisis por inhibición o por obs­ táculos exteriores difíciles de salvar, se debilita peligrosamente la posición de la Iglesia en la vida nacional.

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