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J. CALASANZ GOMEZ 3 5 5 ser revisadas porque a veces todo el mundo, la gente, el pueblo no dicen ni piensan ni quieren nada parecido. Es el cronista y el grupo circundante — con frecuencia al margen del pueblo— quien piensa así. Entonces la opinión que se intenta imponer no merece crédito, porque no responde a la mentalidad del pueblo. Y, en tal caso, no es ni eco ni resonancia popular sino propaganda innoble de la minoría. Con la falsedad no se va a ninguna parte. Desde otro horizonte, es posible suscitar artificialmente corrien­ tes pasionales en la muchedumbre. Puede ser cierto que, en deter­ minadas circunstancias, la gente piense y diga y quiera cosas sin que sea intérprete de la verdadera opinión popular. La historia demuestra con qué arbitrariedad pasa la masa del entusiasmo de­ lirante al rencor más irracional. Basta una arenga bien montada para cambiar la opinión de las masas. Pero no es precisamente la adulación demagógica el medio oportuno para formar o encauzar la opinión pública. Los formadores de la opinión deben ser hombres responsables que salen a la calle a sorprender los hechos para pu­ blicarlos imparcialmente. Desde el punto de vista moral no basta una información desencarnada y fría. Es preciso formar rectamente la conciencia del pueblo. Claro que esto requiere hombres con per­ sonalidad, deliberadamente justos y responsables. El problema consiste en encontrar estos hombres veraces, justos e imparciales. La noticia llega al pueblo después de un arreglo que la deforma. ¿Dónde queda entonces la ética profesional? La misma noticia, manipulada por los diversos sistemas ideológicos, dice cosas diversas y hasta contradictorias. Todo depende del acento y de la entonación que se le presta. De aquí el confusionismo en torno a temas de la máxima transcendencia. El color del cristal con que se mira hace que los mismos sucesos sean blancos o negros. Y hoy por hoy, todos los colores se fabrican y se adaptan cuidadosamente en las grandes agencias internacionales. Conviene —es necesario— ver la noticia desde todos los ángulos y luego informar correcta­ mente. La conclusión de Pío XII es enérgica: "Allí donde no apareciera ninguna manifestación de la opi­ nión pública, allí, sobre todo, donde hubiera que registrar su real inexistencia, sea cual fuere la razón de ello, se debería ver un vicio, una enfermedad, una dolencia de la vida social”. Tenemos ya los suficientes elementos para diagnosticar por qué no existe en los pueblos la manifestación de la opinión pública y

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