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J. CAI.ASANZ GOMEZ 351 llegamos a la conclusión de que la tradición es una herencia de valor incalculable. Entonces la actitud racional es seleccionar lo bueno, lo bello, lo auténtico y separarlo de lo que ha envejecido con el paso del tiempo. El progresismo se ha lanzado a la tarea de edificar bellos planes sobre la arena movediza de las ideas en boga, pero no ha profundizado en los cimientos de la tradición. Nada de extraño que se hayan venido abajo con estrépito muchas ideas: carecían de experiencia y de solidez. La opinión pública navega entre estos dos escollos extremos. Por una parte, la tradición es plataforma para lanzarse a los grandes vuelos de la reforma —y aquí la palabra tiene un claro contenido positivo— . La tradición es el alma de los pueblos en carne viva. De otro lado, es receptiva: admite todos los logros de la ciencia, de la técnica y de la historia. Integra los esfuerzos de los mejores para adaptar la marcha de la Iglesia a los signos de los tiempos. La verdad, la belleza, el bien no son patrimonio de una época, son el patrimonio de todos, en todo espacio, en todo tiempo. Lo que varía es la expresión externa, la forma plástica, el estilo de enfoque y el talante de cada época. El hecho de que se exija madurez, ponderación y responsabilidad en los formadores de la opinión descarta todos los procedimientos frívolos y sospechosos al dar noticia de los sucesos. La prensa «ama­ rilla», la excitación artificial del sentimiento, el sensacionalismo pueden crear estados colectivos de pasión que dificulta la justa apreciación de los hechos. Y aquí entra de lleno la responsabilidad de los hombres de buena voluntad, sea cual fuere su credo religioso o político. Sobre todo, los católicos especializados en las nuevas técnicas difusivas deben responsabilizarse para neutralizar —con la palabra, con la pluma, con el ejemplo— estas corrientes falsas que van minando la conciencia de la masa. La minoría selecta tiene un papel intransferible a la hora de orientar por cauces morales la opi­ nión pública. Los católicos arriesgan mucho en este tema concreto, ya que, por lealtad a sus creencias, deben desechar como inválidos los procedi­ mientos fáciles de excitación subversiva o pasional de las masas. Por otra parte, la inhibición y el silencio dejan el campo libre a los agitadores profesionales, llámense personas o grupos, que aprove­ chan todos los medios para lograr sus fines. Los católicos han come­ tido con frecuencia pecados de omisión al estar ausentes de la pales­ tra donde anda en juego la publicación de la vida. Y estos pecados de omisión han tenido luego una transcendencia que debe tomarse como seria lección de vida. La desunión de los católicos, la falta de solidaridad en problemas tan graves como la opinión pública,

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