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350 LA OPINION PUBLICA EN LA IGLESIA con-vive y realiza una labor conjuntada obedeciendo a normas legí­ timamente establecidas. Si falla la nota de cohesión, armonía y unidad tendremos masa pero no pueblo. Cuando los pueblos viven sus siglos de oro se da un intercambio de ideas que forman el acervo común, ideas nobles que dignifican y dan tono a la vida social. Es fácil comprender que ese patrimonio comunal de ideas, usos y cos­ tumbres forma la verdadera opinión pública. Y como el concepto de pueblo es dinámico, todo lo que no tiene consistencia va que­ dando atrás como inservible. La empresa de los hombres responsa­ bles es informar al pueblo — de un modo limpio, objetivo y veraz— sobre «lo que pasa». Y como es lógico, para dar esta información y para recibir los estados de opinión, hay que mantener un contacto íntimo con el pueblo. La opinión tiene su génesis en el ambiente popular que está en continuo devenir y cristaliza en múltiples formas. Encadenar la opi­ nión a un determinado tiempo histórico es desvirtuarla, empobre­ cerla y deshumanizarla. Porque formas que, en determinada coyun­ tura histórica fueron válidas porque interpretaban adecuadamente la vida, quedan hoy desfasadas ya que no responden a la vida misma que evoluciona respondiendo a exigencias del dinamismo interior. Este es el punto débil del «integrismo»: desconoce la ley histórica de los cambios que hoy afectan a las mismas estructuras como ha puntualizado sabiamente el Concilio. Cambios que se extienden a todo el ámbito de la convivencia y que se han llevado en su resaca modos y usos que j'a no dicen nada al hombre contemporáneo. Cuan­ do determinados usos dejan de ser expresivos, hay que enterrarlos en el olvido y buscar procedimientos nuevos para despertar la aten­ ción y para impresionar los sentidos. Los «integristas» son unos nostálgicos. Postura que carece de toda eficacia, a la hora de planear con vistas al futuro. Por otra parte, conviene recordar que hay valores fundamenta­ les que conservan su primitiva frescura. Valores de todo orden que hay que conservar respetuosamente. La tradición ha consagrado un depósito de verdades inmutables que conservan su vigencia a lo largo de los siglos. En este punto, la opinión pública acota algunas fronteras que no es lícito traspasar: las verdades dogmáticas, la moral cristiana en sus bases esenciales, el código de verdades na­ turales que no envejecen porque están injertadas en la misma na­ turaleza. El Concilio ha tenido sumo cuidado en aclarar que seguía fielmente las líneas de la tradición. Que, en definitiva, el Concilio no era una «re-volución», sino una adecuada «re-novación». Los pro­ gresistas han hablado y escrito con poca moderación. Y los resul­ tados son funestos. Vista la historia con humildad y con gratitud

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