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LU IS SANCHEZ HERNANDEZ 87 vista pastoral, un fracaso y un peligro: eso es justamente lo que tra­ tamos de denunciar, interesándonos aquí por otra celebración cris­ tiana de la muerte y otra presencia allí del sacerdote. Habrá que ir por aqui a otra caridad con el hombre de hoy que no sea la de la sola confianza en su «madurez sicológica»; a otro respeto del hombre co­ mo tal que no sea sólo el de su cuerpo, el de su ciencia, el de su técni­ ca y civilización, sino el de su alma también. Porque con todo eso que él es, pero sin Dios en definitiva, el hombre no se habría aprovechado del hecho de la redención. Seamos objetivos y lógicos. He aquí, pues, los siete puntos de nuestra personal —y hasta cier­ to punto colectiva (Encuesta)— reflexión sobre el particular: 1) Hacer una verdadera CELEBRACION de la muerte cristiana. En nuestro estudio histórico-doctrinal de la cuestión, una conclu­ sión bien clara era precisamente ésta: se trata de una verdadera ce­ lebración de la muerte cristiana. Quizá, por ello, no sea tan exacta la palabra «recomendación» en el sentido que en castellano le solemos dar: recomendar a alguien, apoyar una recomendación, buscarse una buena recomendación. Evi­ dentemente que ha podido ser interpretada así —mal traducida del latín, desde luego— y que sea ya difícil entenderla de otra manera. Pero al volver a hablar de una CELEBRACION de la muerte, el problema como que es otro. Desde el punto de vista pastoral, es apro­ vechable y fructuosa, sin duda, una tal celebración. Pensamos ahora en concreto en la presencia del sacerdote, a ser posible, en estos momentos. Y afirmamos que si de verdad interesa celebrar la muerte — «ayudar a bien morir»— es imprescindible una presencia sacerdotal. Esta sería una consecuencia lógica y fácil de una buena pastoral de los enfermos que quizá convenga revisar antes de nada. Como la mejor celebración del Viático o del Sacramento de los enfermos. Las dificultades que existirán también — ¿por qué no?— pueden quedar igualmente resueltas en esa pastoral de conjunto de toda parroquia o zona, si se quiere. La presencia del sacerdote en esta celebración favoreció en los me­ jores tiempos de una liturgia de difuntos aquella estupenda, sublime y más esperanzadora manera de morir de un cristiano. Y si se quiere que esto vuelva a ser una realidad, habrá que volver a ella. En nuestros pueblos esto es fácil y posible siempre. El miedo, el falso respeto al momento (apartar al cura de la casa del enfermo, porque su presencia allí habla de muerte), la falsa idea de unas mo­ lestias que se le ocasionarían al moribundo, etc., creemos que se po

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