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LU IS SANCHEZ HERNANDEZ 1 0 3 :partes del Ordinario y del Propio 10. Tanto para los que todavía de­ fienden —en estas misas que antes tenían que ser o rezadas o canta­ das—, de una manera especial, el canto gregoriano, como para los que desean y piden otros cantos en lengua vulgar, la posibilidad a la que nos referimos ahora no deja de ser importante y fecunda. Hace falta sólo saberla aprovechar. Viniendo ahora a los cantos en particular, tenemos que decir con todos o casi todos los que nos han respondido a la encuesta que el mantenimiento hoy del «dies irae» —excepto en algún caso particular y especial— no tiene razón de ser, pudiendo ir en ese momento a otro canto más feliz en su conjunto que el «dies irae» —que sólo lo sería a partir de la octava estrofa 1— , más canto o salmo de gradual para ser cantado por toda la asamblea en castellano. Lo que nunca se podrá hacer, es traducir esta secuencia a lengua vulgar y cantar­ la con la melodía gregoriana. Es inadmisible en liturgia por la adul­ teración de elementos que supone. Nosotros diríamos lo mismo a propósito del canto al ofertorio —más bello y rico éste, nos parece, si se hace en silencio— y del «li­ bera me» de la absolución all féretro. No son cantos muy esenciales hoy a una liturgia de difuntos y, aunque quizá parcialmente ricos, buenos en el contenido, la melodía y la manera cómo han sido eje­ cutados no los hacen ni siquiera menos recomendables. Si no contáramos aún con buenas misas funerales para ser can­ tadas en castellano, se podrá mantener el criterio de cantar aún al­ gunas partes en latín: Kyries, por ejemplo; Sanctus; Agnus... que la gente entiende y comprende. Pero en gregoriano para ser cantadas por todos. Será siempre importante que el pueblo cante; que el pueblo ore cantando según aquello de San Agustín: «el que canta, ora dos ve­ ces» ; que el pueblo vibre, con el canto y por el canto, de manera dis­ tinta a como pudo vibrar al son del «libera me» de Perossi. c) Los ministros. En una misa de entierro principalmente, y donde se pueda por su­ puesto, convendría que el diácono no faltara nunca. La exageración en este punto de antes, tampoco tiene porqué recaer ahora en una simplicidad que matara la solemnidad propia de esta liturgia. 10. Consilium : N o t it ia e 1 (1965) n. 2. 11. Maertens-Heuschen, ob. c it., n . 81.

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