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KARL IPSER 163 que aspira a ser rey por encima de todo y que lo conseguirá, aunque tenga que aplastar a quien remotamente pueda oponerse? Como co­ nejos hipnotizados caen lores y honorables príncipes ante el cuchillo del asesino energúmeno y las viudas... ante el lecho nupcial. Y bien mirado ¿por qué? ¿En virtud de qué destino o conflicto interior, o de qué misterio? Con tales modelos shakespearianos ¿no podrían justifi­ carse los crímenes de Hitler y de Stalin? (¡Pues no estará mal saber que así hemos visto razonar y dramatizar en su IV Centenario!). Podría preguntarse cuál es el destino de la mujer en Shakespeare. ¿Es tan solo objeto de presa, de seducción, de conquista? ¿No más que «Debilidad, tienes nombre de mujer» 8. Apenas una figura femenina grande en la escena reservada a la mujer: educación, plegaria, con­ sejo, acción mediadora. Abundan, por el contrario, viudas que se casan con el asesino de su marido (versión inglesa de Edipo); coquetas ale­ gres y curiosas: hijas que arrojan de casa a su padre; una que quiere dar su propia hija por mujer al asesino de su h ijo ; Desdémona, que escucha con tanto gusto los chistes soldadescos de Yago como las pa­ labras de doble sentido de Emilia; Nerisa, que se gozaba en domesticar con halagos a los hombres; Lady Macbeth, que disipa los escrúplos de su marido hasta decidirlo a que mate personalmente a su paternal amigo Duncan, el rey; después a su cómplice y, finalmente, a la mujer e hijos del legítimo pretendiente a la corona. A los espíritus les con­ jura la noble lady a que la «cambien de sexo» (¡unsex me!) — «con­ vertid mi leche en hiel» (I, 5). ¡Todo para ser reina! Por fin lo es, pero sin h ijos; y no fue esta la última razón, asegura Freud, para que la estéril pareja liquidara a la madre e hijos del competidor. Antes de caer el telón, muestra la reina el paisaje anímico de los personajes shakespearianos: «¿Qué hemos de temer? ¡Nadie lo sabe! ¿Quién puede pedir cuentas a nuestro poder?» (IV, 1) Y ¿Dios..., la con­ ciencia?... De igual ralea que la honorable lady en crueldad, hipocresía y ambición de poder, pero superándola en lascivia, es la reina de los godos Tamora, en esa pieza-carnicería que se titula Tito Andrónico. Crésida, la inocente, tras breve resistencia, se trasforma en cínica meretriz. Ofelia, a la que Hamlet ama para satisfacer oscuras necesi­ dades, es una buena muchacha campesina seducida sin darse cuenta. Por ello pierde la razón y luego la vida. «No se trata, en modo alguno, de una obra maestra», dice T. S. Eliot, en su ensayo sobre Hamlet para rectificar tantas especulaciones acerca de esta pieza sentimen­ 8. Cfr. Hamlet, I, 2; Troilo y Crésida, I, 2; Otelo, I, 3; Rey Lear, IV, 6.

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