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KARL IPSER 1 6 5 mistas abstractos el escritor y sus personajes, no es posible al hombre de hoy sustraerse al sortilegio de Shakespeare. Como su progenitor, Hamlet siente afición hacia el teatro; lo cual le exime de obrar él personalmente. Es un juego de apariencias que le libera y redime. De ese modo se renueva, encuentra otra vez un quehacer y se propone un destino. Son las noches oscuras, allí está él inmóvil. Son noches de clara lima, se comporta como un caracol. Inmóvil está también ante Ofelia: «Con el jubón todo desceñido... sucias las medias, sin ligas y cayendo sobre el tobillo..., chocando una con otra las rodillas» (II, 1); la mira de hito en hito, coge sus manecitas, suspira profundamente y se retira, vuelta la cabeza, fijos los ojos en ella. Pero, luego llegan los cómicos. Hamlet se reanima, despierta, se embriaga de palabras y de gestos, cobra valor. Sin embargo, pronto se presentan de nuevo, mediante gestos y palabras, más dudas y eva siones... hasta que personas extrañas le ponen en acción. Fortimbrás también espera —sin mover tampoco un dedo— hasta que el brumoso hablador pone fin a su cháchara y entrega su turbio espíritu. Des pués marcha armado hasta los dientes, contra un enemigo inexisten te. Shakespeare tenía predilección por las guerras teatrales, aun cuando ni im solo día dejara de haberlas en el tablado del arrabal. Indicaciones marginales al Enrique IV (p. III, II, 5): «Ruido de ar mas. Entra un h ijo que ha matado a su padre, llevando su cadáver... Entra un padre que ha matado a su hijo, arrastrando el cuerpo». Na turalmente que entonces se grita «¡Oh Dios»! Coriolano es un guerrero moralizador, con gestos y trivialidades de un héroe de Hollywood. En el obligatorio torneo de esgrima con Au- fidio exhibe un completo repertorio shakespeariano de golpes, saltos, trucos; e incluso propugna, cabeceando, un rearme moral: «Bien, lo haré. ¡Atrás, condición mía! Y que penetre en mí el espíritu de una prostituta; cámbiese mi laringe guerrera, que tan bien consonaba con mi tambor, en la voz aflautada de un eunuco o en la de una doncella que arrulla el sueño de los niños... No, no lo haré, para no deshonrar mi propia franqueza, y por la acción de mi cuerpo infligir a mi alma una vergüenza eterna» (III, 2). ¿Pueden proferirse frases más afectadas? Y ¡cuántas veces esto se repite en «William, el descriptor!». César: un hipócrita, como Enrique VIII. Bruto lo mata «porque era un ambicioso» (III, 2); acusación moralizante contra uno cuya voca ción y nombre eran el mando, y no por amor a la libertad, o por res tablecer la dignidad del individuo, o de las antiguas instituciones con sagradas por generaciones. El Bruto inglés, hermanastro de Hamlet,
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