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tal, escrita para un público que debía ser divertido, impresionado y horrorizado. La Cleopatra de Shakespeare se comporta, por su parte, como en una película de Hollywood: «Give me a kiss»!, le dice a An­ tonio, perdida la batalla. Sólo así es comprensible que Juana de Arco sea para Shakespeare una bruja repugnante, digna de la hoguera. Y no sólo porque se opu­ siera al poder inglés, sino mucho más porque sufría y luchaba por un mundo que, al parecer, ni Inglaterra ni Shakespeare conocen ni al­ canzan a sospechar. Ante esta figura se dividen los espíritus: se dis­ tingue el continente de la isla, la fe verdadera de la creencia de una iglesia sectaria y estatal; la poesía en libertad, de un teatro de com ­ promiso. Juana, lo mismo que Isabel de Turingia, Catalina de Siena o Teresa de Avila, conocía un reino que no es de «este lado», del im­ perio del Dalai-Lama y que es invulnerable a la fuerza, a la espada, a la cárcel. Reino, en fin, en el cual lo que cuenta no son las coronas y los reyes, sino el Coronado de espinas y su seguimiento. Pero, los hombres de Shakespeare ignoran lo uno y lo otro. ¿Los hombres de Shakespeare? Componen el mundo de los más cé­ lebres neuróticos, de subdesarrollados y deficientes crónicos espiri­ tual, anímica y físicamente; de bárbaros funcionalmente perturbados, maniáticos del poder y del asesinato, sonámbulos y celosos de la pro­ pia importancia; de salvajes con alma al desnudo, de gordos en la flor de su molicie y flacos desenfrenados, que se consumen en tópicos selectos y gestos de poder; en fin, bocados exquisitos para Freud. Un Ricardo III, deforme en el cuerpo y en el alma, a causa de lo cual jamás pudo divertirse con amigos y mujeres; complejo que, según confiesa con franqueza en un monólogo, le mueve a intrigar, odiar, asesinar... O M acb eth , una variante del mismo. Claudio, asesino de su hermano para ceñirse la corona, casándose con la viuda de su víctima, cree —como casi todos los personajes de Shakespeare— , no más que en lo que perciben sus ojos. Ham let, prototipo del acelerado e irreso­ luto a consecuencia de una neurosis depresiva; uno de aquellos lla­ mados idealistas «incapaces de la naturaleza inferior», que se tienen por demasiado buenos para este mundo. Freud lo califica de «neuró­ tico que nunca se ha sometido a tratamiento médico». También para él lo importante es dominar y poseer (el Espíritu Santo de Shakespea­ re y de los ingleses). Y porque n o pudo poseer ni dominar se tenía por virtuoso (postura tan inglesa entonces como hamletiana hoy, que no existe el imperio). Propio de él es el desesperarse en vez de obrar, observarse a sí mismo en lugar de mover un dedo; cauto mientras otros tienen el mando y lo suficientemente vanidoso para dárnoslo a entender. Cuando se decide, por fin, a algo, ha de ser, precisamente a una desgracia, matando por inadvertencia al padre de su amada. Bro­ 164 SHAKESPEARE, POETA DEL «ESPLENDIDO AISLAMIENTO»

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