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336 «HONEST TO GOD», UN LIBRO RESONANTE culturales y morales del hombre a quien habla. La evasión del mundo con el pretexto de acercarse a Dios es, sin duda, una tentación cons­ tante y no fácil de superar para una religión tan espiritual como la cristiana. Para vencer la tentación de evadirse de este mundo, será muy conveniente leer con fijeza el Antiguo Testamento. Es extraño que, en la dirección horizontal que imprime a su cris­ tianismo, Robinson no hable de la Iglesia como espacio espiritual, pero intramundano, donde Dios se hace presente al hombre. Y es un aspecto que, sobre todo en el orden al apostolado, no debería omitirse. Precisamente el hombre «secular» por su mentalidad y sensibilidad especial, no se disgusta contra el Dios lejano en sí, que no conoce ni le interesaría. Lo grave es que la Iglesia, según se dice, ha contraido el compromiso, por encargo de Dios, de hacer a Dios presente y ope­ rante en el mundo. Pero ahora resulta que, al menos para la mirada del hombre «secularizado, amundanado», la Iglesia no es suficiente­ mente trasparente para dejar ver a Dios. Tienen cantidad de envol­ turas humanas, demasiado humanas, que sirven de «tropiezo» al hombre sumergido en los quehaceres mundanales. Estos «tropiezos» con la Iglesia son frecuentes, decisivos para el hombre actual. Debe­ ría, al menos, plantearse el probema y ofrecerse algún camino de superación, que no fuese el de prescindir de la misma Iglesia. Finalmente, tal vez convenga insistir en la reclamación que más de una vez se ha hecho a la «tendencia Robinson»: la pérdida de la perspectiva escatológica en su exposición del Mensaje cristiano. Cla­ ro, no lo iba a decir todo el A. en un libro pequeño. Pero, lo esencial y primario no debería faltar. Leyendo a Robinson apenas podemos superar la impresión de que el cristianismo por él propugnado tiene una misión, la más alta y eficiente, exclusivamente para este mundo. Supongamos, en efecto, que hemos cumplido el programa Robinson de amar al prójimo, de entregarse al hermano en quien se oculta Cristo. Aún entonces no hemos llegado a cumplir lo mejor: no sólo algo importante, sino lo esencial primario: amar a Cristo en el her­ mano. Porque el hombre no es un término absoluto y en sí del amor cristiano, sino el «signo» que nos señala a Cristo. Hablamos con ver­ dad del «sacramento del hermano», porque el hermano, desde su pro­ pia realidad nos refiere a Cristo. Desde el punto de vista social, aun­ que el cristiano cumpla en forma ejemplar sus compromisos terre­ nales, ultramundanos, no debe olvidar que el mundo entero a quien él ha servido, lo mismo que el propio cristiano, está en «estado de viador ». Justamente el Concilio Vaticano II, atento al latir espiritual de nuestro tiempo, ha subrayado la dimensión escatológica de la en­ trega cristiana a la «concrecratio mundi» y el estado de viador en que

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